Los tres mosqueteros página 5

—Eres un joven muy valiente. Por favor síguenos unos pasos atrás de nosotros para que logremos llegar al palacio.

La señora Bonaciuex y el duque entraron al palacio con facilidad. Para que nadie lo descubriera, se había disfrazado de mosquetero, por eso D’Artagnan lo confundió con su amigo Aramis.

Ya en el palacio, el duque entró por un pasadizo secreto. Caminó un por algunos pasillos oscuros hasta que llegó a un cuarto alumbrado con velas. Ahí espero un poco de tiempo, cuando escuchó un ruido de pasos. De pronto soltó un pequeño grito: ¡era la Reina!

—Mi querido duque. Sé que recibiste una carta donde decía que quería verte. Lo lamento, pero yo no te le envié.

—Creí que todavía me extrañabas —dijo el duque.

Hace mucho tiempo, la reina y el duque se enamoraron, pero en aquellos tiempos, las personas de la realeza no siempre se casaban por amor, sino para hacer más grandes y fuertes sus reinos, por eso ellos no pudieron estar juntos.

—No debe estar aquí, duque. Es peligroso para los dos.

—Tiene razón, mi reina. Sólo le pido algo. Un recuerdo de esta noche maravillosa en que volví a verla.

—Si se lo doy, ¿me promete que se irá de Francia inmediatamente?

—En este mismo momento —contesto el duque.

La reina salió del cuarto y regresó al poco tiempo. En sus manos traía un pequeño cofre que le dio al duque. Dentro estaban unos aretes con doce diamantes. Luego el duque le besó la mano y se fue corriendo.

El cardenal Richeliu era un hombre muy malo. No quería a los reyes y deseaba hacerles daño. Para eso, le pagó a una de las ayudantes de la reina para que le contara todo lo que ésta hacía.

—La reina ya no tiene los aretes con doce diamantes que le dio el rey —le dijo la mujer al cardenal.

—¿Eso por qué es importante? —preguntó Richeliu.

—Creo que se los dio al duque de Buckingham cuando se vieron en el palacio.

El cardenal estaba feliz con esa noticia. Luego escribió una carta que decía:

“Milady. Cuando el duque de Buckingham dé una fiesta, debes asistir a ella. Quítale dos diamantes a los aretes que tendrá guardados en su bolsa. Avísame cuando hayas cumplido tu misión”.

Luego fue con el rey y le dijo:

—Querido amigo. Me he enterado que has peleado mucho con la reina. ¡Deberías hacer más por ella! ¡Organízale un baile!

—Ya sabes que a mí no me gustan las fiestas, cardenal.

—Pero a ella le encantan. Debes hacer más por tu matrimonio —dijo Richeliu—. Además, así podrá lucir los hermosos aretes que le regalaste.

—Tienes razón —dijo el rey—. Le haré una fiesta a mi esposa para que use mi regalo.

¿Ya te diste cuenta? Todo es un engaño del cardenal para hacer que los reyes se enojen entre ellos. La reina no tiene los aretes porque se los dio al duque. Además, si Buckingham quisiera regresárselos, para que no tenga problemas, ya no se puede, porque Milady les quitó dos diamantes. ¡Todo está perdido para la pobre reina!

—Querida mía —dijo el rey—. Dentro de unos días daré una fiesta para ti. Quiero que te pongas los aretes de diamantes que te regalé.

La reina se puso muy nerviosa, tanto, que le preguntó al rey:

—¿Fue el cardenal el que te pidió que los llevara, verdad?

—¿Qué importa eso? —contestó el monarca—. ¿Tienes algún problema para llevarlos?

—No, mi señor —dijo la reina y luego se fue de ahí.

Ella corrió a su cuarto. ¡Estaba desesperada! Cuando se calmó un poco, mandó llamar a la señora Bonaciuex.

—Tú no eres sólo mi ayudante, también eres mi amiga. ¡Tienes que ayudarme! Dile a tu hermano que vaya a Inglaterra por los aretes y me los traiga de inmediato —dijo la reina.

—Señora mía, debo decirle que no confío mucho en mi hermano para esto. Pero no se preocupe, tengo a la persona adecuada para este trabajo.

La señora Bonaciuex fue a buscar a D’Artagnan. No quería hacerlo, porque sabía que el joven estaba enamorado de ella. Por eso le dijo:

—Necesito un favor de tu parte, pero prométame que no pedirá nada a cambio.

—Yo me arrojaría al fuego por usted —contestó D’Artagnan.

—Debo confiarte un gran secreto, pero no me atrevo porque, ¡eres casi un niño!

—Si necesitas a alguien que me apoye, tengo a tres grandes amigos: Athos, Porthos y Aramis.

—Si ellos son tus amigos, entonces confío en ti —dijo la mujer.

Luego le contó todo lo que pasó y le pidió que fuera a Inglaterra a recuperar esos diamantes.

D’Artagnan buscó a los tres mosqueteros y les dijo:

—Tenemos que ir a Londres para salvar a la reina. ¿Quién está conmigo?

—Todos para uno, uno para todos —contestaron los tres valientes.