
¡Por fin llegaste! Te estábamos esperando. Escogimos los mejores cuentos cortos de animales y los pusimos, con mucho amor, en este increíble libro para niños.
Si estás cursando la primaria, te van a encantar estos cuentos infantiles que puedes usar para dormir o para hacer volar tu imaginación.
Si eres maestra, mamá, maestro, papá, tío, tía, no dudes en hacer estas lecturas cortas, pues están seleccionados los mejores y más educativos cuentos pequeños. Y lo mejor: ¡son gratis y en línea!
El rey-rana
Hace muchos años vivía un rey que tenía unas hijas hermosas. La más bonita era la menor.
Junto al palacio real había un bosque grande y oscuro con un río. Cuando hacía más calor, la princesita iba al bosque para sentarse a la orilla de la fuente. A veces se aburría, entonces jugaba con una pelota de oro. La aventaba al aire y la recogía con la mano al caer. Era su juguete favorito.
Una vez la pelota, en lugar de caer en la manita de la niña, cayó en el suelo y rodó dentro del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció. El manantial era tan profundo que no se podía ver su fondo.
La niña se puso a llorar. Lo hacía cada vez más fuerte cuando oyó una voz que decía:
—¿Qué te ocurre, princesita? ¡Si sigues así harás llorar a las piedras!
La niña miró para todos lados para ver de dónde venía aquella voz. Descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por el agua.
—¡Ah!, ¿eres tú? —dijo—. Pues lloro por mi pelota de oro. Se me cayó en la fuente.
—Cálmate y no llores más —replicó la rana—. Yo puedo ir por ella. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?
—Lo que quieras, mi buena rana —respondió la niña—; mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas. Hasta la corona de oro que llevo.
La rana contestó:
—No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, tampoco tu corona de oro. Yo sólo deseo que me quieras. Si me aceptas como amiga y compañera de juegos, si dejas que me siente a la mesa a tu lado, que coma de tu platito de oro y duerma en tu camita; si me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro.
—¡Oh, sí! —exclamó ella—. Te prometo lo que quieras si me traes la pelota
La verdad es que la niña estaba pensando: «¡Qué tonterías se le ocurren a este animal! Ella debe estar con otras ranas. No puede ser compañera de las personas.
La rana se fue al fondo del río y al poco rato volvió a salir, nadando con la pelota en la boca. La soltó en la hierba. La princesita estaba muy feliz al ver de nuevo su hermoso juguete. Lo recogió y se echó a correr con él.
—¡Espera, espera! —le gritó la rana—. ¡Llévame contigo! ¡No puedo alcanzarte! ¡No puedo correr tanto como tú!
Pero de nada le sirvió gritar: «cro, cro» con todas sus fuerzas. La niña no le hizo caso y corrió hasta el palacio. En poco tiempo se olvidó de la pobre rana, la cual se quedó llorando en un charco.
Al día siguiente, la princesita estaba en la mesa junto con el Rey y todos miembros de la corte. Ella comía en su platito de oro. De pronto se escuchó que algo subía las escaleras de mármol de palacio. El ruido paró, pero luego llamaron a la puerta:
—¡Princesita, ábreme! —se escuchó.
Ella corrió a la puerta para ver quién era. Al abrir vio a la rana en el piso. Cerró de un portazo y regresó a la mesa. Se sentía muy nerviosa.
Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo:
—Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Hay algún gigante en la puerta que quiere llevarte?
—No —respondió ella—, no es un gigante, sino una rana asquerosa.
—¿Por qué te busca?
—¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Le prometí, que sería mi compañera si me la traía. ¡Jamás pensé que pudiera alejarse de su charco! Ahora está afuera y quiere entrar.
En ese momento se oyó una voz que decía de nuevo:
—¡Princesita, ábreme! ¿No te acuerdas lo que ayer me dijiste junto a la fuente? ¡Princesita, no me dejes aquí!
Entonces dijo el Rey:
—Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.
La niña le hizo caso y la rana saltó dentro. Luego la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó:
—¡Súbeme a tu silla!
La princesita no lo quería hacer, pero el Rey le ordenó que la subiera. De la silla, el animalito pasó a la mesa y dijo:
—Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas.
La niña obedeció, pero lo hacía de mala gana. La rana comía muy contenta, mientras se metía la comida a la boca con prisa.
—¡Ay! Ya no puedo comer más y me siento cansada —dijo la rana—. Llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda. Vamos a dormir juntas.
La princesita se echó a llorar. La rana le daba asco. Ni siquiera se atrevía a tocarla. ¡Y ahora quería dormir en su cama! Pero el Rey, enojado, le dijo:
—No debes despreciar a quien te ayudó cuando necesitabas ayuda.
La niña la tomó con dos dedos, luego la subió a su cuarto. Ahí la puso en un rincón. Pero cuando ya se había acostado, la rana se acercó a saltitos y exclamó:
—Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú. Súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre.
La princesita se desesperó. Cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared.
Pero en cuanto la rana cayó al suelo… ¡dejó de ser rana! Se convirtió en un apuesto príncipe de bellos ojos.
El rey subió al escuchar ruidos y se sorprendió mucho al ver a un príncipe el en cuarto de su hija.
—Una bruja malvada me hechizó. Nadie podía desencantarme más que su hija. Ella debía sacarme del charco. Ahora que estoy aquí, quiero casarme con ella. Mi reino es muy grande y la haré muy feliz.
El rey aceptó muy contento y decidieron que al día siguiente los príncipes ser irían al nuevo reino
Se durmieron. Al despertar llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con plumas blancas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba el fiel Enrique, el sirviente del joven príncipe. Este leal servidor había buscado por todo el mundo a su amo. Por una extraña magia, cuando la rana se convirtió, él supo de inmediato dónde buscarlo.
Cuando ya iban en el camino, se escuchó un gran estruendo. Los príncipes creyeron que los estaban atacando o que la carroza se había destruido. La verdad es que eran los habitantes del reino del príncipe, estaban tan felices que soltaron cientos de cohetes de luces para recibirlo.