Cuento el príncipe feliz de Oscar Wilde página 2

La golondrina lo escuchaba con mucha atención.

—Y ahora que ya no estoy vivo —continúo la estatua—, me pusieron en este pedestal tan alto que puedo ver toda la pobreza y la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón es de plomo, no puedo dejar de llorar.

—¿Cómo? Yo creía que la estatua estaba toda hecha de oro —dijo para sí la golondrina, que como era muy educada, no decía en voz alta algo que pudiera ofender a alguien.

—Muy lejos de aquí —continuó diciendo el Príncipe feliz con una voz melodiosa—, hay una callejuela estrecha, y ahí, hay una casa de aspecto muy pobre. Una de las ventanas está abierta, y a través de ella alcanzo a ver a una mujer que está sentada ante una mesa. Su rostro está muy triste y pálido; en cambio, sus manos están rojas y endurecidas por las pinchaduras de la aguja. Es una costurera. Está haciendo bordados sobre un vestido de seda que usará la más bella de las damas de honor de la reina en el próximo baile de la corte.

La golondrina no perdía ni una sola de las palabras que decía la estatua.

—En el rincón del cuarto, un niño está enfermo en su pequeña cama. Tiene fiebre y está pidiendo naranjas, pero lo único que tiene su mamá para darle es agua del río. El niño está llorando. Golondrina, golondrina, mi pequeña golondrina, ¿me harías el favor de llevarle a la pobre mujer el rubí de mi espada? Tengo los pies fijos a este pedestal y no puedo moverme.

—Me esperan en Egipto —dijo la golondrina—. Mis amigas ya van volando río abajo sobre el Nilo y les cantan a las flores de Loto. Pronto se irán a dormir a la tumba del gran rey, donde él descansa en su ataúd decorado.

—Golondrina, golondrina, mi pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, quédate conmigo esta noche y sé mi mensajera. El niño tiene mucha sed y la madre está muy triste porque no tiene dinero para curarlo.

—No me gustan mucho los niños —respondió la golondrina—. El verano pasado, cuando yo vivía cerca del río, dos muchachos muy malos, que eran hijos del molinero, solían arrojarme piedras. Nunca llegaron a alcanzarme porque las golondrinas volamos muy bien; además, yo vengo de una familia muy famosa por su agilidad. De cualquier manera, ellos me faltaron el respeto con su horrible actitud.

Pero el Príncipe Feliz se veía tan triste, que la pequeña golondrina sintió mucha lástima.

—Hace mucho frío aquí —volvió a decir la golondrina—, pero me has convencido, me quedaré contigo esta noche y seré tu mensajera.

—Gracias, mi pequeña golondrina —dijo el Príncipe.

Y la golondrina arrancó el rubí de la espada del Príncipe y con la piedra preciosa en el pico se fue volando sobre los tejados de la ciudad. Voló sobre la cúpula de la Catedral, donde están los hermosos ángeles esculpidos en el más blanco mármol. Pasó sobre un palacio y oyó el rumor que venía del salón de fiestas. Una hermosa doncella salió al balcón con su novio.

—Qué hermosas son las estrellas —dijo él— y cuánto poder tiene el amor.

—Espero que mi vestido esté terminado para el baile de la corte —respondió ella—. Le he pedido a la costurera que le ponga unas hermosas flores, espero que ella no se floja y lo termine a tiempo.

La golondrina partió. Voló encima del río y vio las luces que brillaban en los mástiles de los árboles. Pasó encima de donde vivían los judíos y los vio comerciando sus mercancías y pesando sus productos en balanzas de cobre. Después de un tiempo, por fin llegó a la casa de la pobre costurera y miró por la ventana. El niño estaba muy inquieto, se movía de un lado a otro a causa de la fiebre. La madre, que estaba muy cansada, se había quedado dormida.

Dando pequeños saltitos la golondrina entró y dejó el rubí sobre la mesa, junto al dedal de la mujer. Después voló con suavidad alrededor de la camita, agitando sus alas para abanicar la cabeza del niño.

—¡Oh, que frescor tan agradable siento! —dijo el niño—. Debo estar mejorándome —y comenzó a dormir tranquilamente por lo bien que se sentía.

Luego la golondrina emprendió su viaje de regreso junto al Príncipe, y le contó lo que había hecho.

—Es curioso —dijo la golondrina—, ahora tengo un poco de calor, a pesar de que hace tanto frío.

—Eso es porque has realizado una buena acción —le aclaro el Príncipe. Cuando la pequeña golondrina comenzó a pensar en esto, se quedó dormida. Pensar siempre le provocaba mucho sueño.

Al amanecer voló hacía el río y se dio un buen baño.

¡Qué extraño es esto! ¡Qué fenómeno tan curioso! —dijo un profesor que se dedicaba a estudiar a los pájaros de la región, mientras cruzaba el puente— ¡Una golondrina en invierno!

El profesor se fue a su casa y escribió un larguísimo artículo sobre la golondrina que no debía estar ahí en esa época del año. Todo el mundo lo leyó y lo comentó, pues tenía muchas palabras que nadie entendía. Así son a veces los adultos.

—Esta noche partiré a Egipto —se dijo la golondrina, lo que la ponía muy contenta. Para despedirse de la ciudad, voló por todos los monumentos públicos y estuvo un largo rato posada en el campanario de la iglesia.

Sin importar dónde estuviera nuestra golondrina, los gorriones piaban a su paso diciendo:

—¡Qué extranjera tan distinguida! —lo que a ella le divertía mucho.

Cuando salió la Luna, regresó con el Príncipe Feliz.

—¿Tienes algún encargo que pueda cumplir en Egipto? Dentro de poco partiré hacia allá.

—Golondrina, golondrina, mi pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿no te quedarías conmigo una noche más?