Los otros niños, cuando vieron que el dueño del jardín ya no era malo, regresaron corriendo alegremente. Con ellos, la Primavera regresó.
—Desde ahora, el jardín será para ustedes, hijos míos —dijo el Gigante, y con un hacha enorme derribo el muro de un solo golpe.
Al mediodía, cuando la gente iba al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que se haya visto jamás.
Estuvieron ahí divirtiéndose todo el día, y al llegar la noche, los niños fueron a despedirse del Gigante.
—Pero, ¿dónde está el más pequeñito? —preguntó—, ¿ese niño al que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque le había dado un beso.
—No lo sabemos —respondieron los niños—, se marchó solito.
—Díganle que vuelva mañana —les pidió el Gigante.
Pero los niños le contestaron que no sabían dónde vivía y que jamás lo habían visto antes, por lo que el Gigante se puso muy triste.
Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños iban a jugar al jardín. Pero el más chiquito, al que el Gigante quería tanto, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos, pero extrañaba a su primer amiguito y a menudo se acordaba de él.
—¡Cómo me gustaría volverlo a ver! —repetía.
Fueron pasando los años y el Gigante se hizo viejo. Ya no podía jugar, pero sentado en un enorme sillón miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
—Tengo muchas flores hermosas —se decía, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
El Gigante ya no odiaba al Invierno pues sabía que era la Primavera, pero dormida. Una mañana de Invierno miró por la ventana mientras se vestía. Algo vio que se quedó tan maravillado que tuvo que restregarse los ojos.
Era realmente increíble lo que estaba viendo. En el rincón más alejado del jardín había un árbol repleto de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba el pequeñito al que tanto había extrañado.
Lleno de alegría el Gigante corrió para verlo, pero cuando estuvo cerca de él, enrojeció de ira y dijo:
—¿Quién se ha atrevido a lastimarte? —le dijo al pequeño que tenía huellas de clavos en las manos y en los pies.
—Dime, ¿quién se atrevió a herirte? —gritó el Gigante—, para tomar mi espada y matarlo.
—¡No! —dijo el pequeño niño—. Éstas son las heridas del Amor.
—¿Quién eres tú, mi pequeño? —preguntó el Gigante mientras un extraño temor lo invadía. De pronto, cayó de rodillas ante él.
Entonces el niño sonrió al Gigante y le dijo:
—Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy tú vas a jugar en el mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esta tarde, encontraron al Gigante muerto debajo de un árbol. Parecía que dormía, estaba cubierto de flores blancas y tenía una gran sonrisa.