Aladino tomó el dinero contento, pero no sabía que ¡el plato valía mil monedas! Fue a comprar comida y le regresó el cambio a su madre. Y así lo hizo hasta que se le acabaron los platos. Luego tuvo que frotar la lámpara…
—¿Qué deseas, amo? —dijo el genio.
—Quiero comida como la que me trajiste la primera vez.
En un segundo el genio se fue y volvió con la ella. La madre dijo que estaba más rica que la primera vez. Luego tomó Aladino un plato para ir a venderlo. Al caminar por la calle, un artesano famoso le llamó.
—Joven, te he visto caminar hacia la tienda del comerciante con algo entre las ropas. Luego entras y sales sin el objeto. Me gustaría saber qué le llevas.
Aladino sacó el plato, se lo mostró y dijo:
—Me pagan una moneda de oro por él.
—¡Pero si esto vale doscientos! A partir de ahora yo te los compraré.
Le dio las doscientas monedas y Aladino se fue de ahí feliz. Con el dinero que le daban ayudó a los pobres. También se hizo amigo de algunos joyeros. Así aprendió que las frutas de cristal eran piedras preciosas que no tenían ni los reyes. Entonces compró un baúl para guardarlas.
Pasaron los días. Aladino aprendía cada vez más de la vida y se dedicó a leer muchos libros.
En una ocasión escuchó una voz muy fuerte que decía:
—Todos cierren sus tiendas. Entren a sus casas. Nadie debe estar en la calle ni asomarse por las ventanas. Badrú, la hija del sultán, ¡la más bella de todas las mujeres!, caminará por aquí. Quien se atreva a verla, será condenado a muerte.
Todos los habitantes hicieron caso de inmediato. Todos, menos Aladino, quien se escondió muy bien para observarla. Cuando la vio, pensó: «¿quién habría imaginado que existe un ser tan hermoso?».
Luego fue con su mamá. Ella le preguntó si estaba enfermo, pues se veía extraño. Además, no quería comer. Aladino estaba sentado sin hacer nada. Su madre se preocupó mucho y le dijo:
—Dime qué te pasa. Si necesitas un médico, iré por él de inmediato.
—No estoy enfermo. ¡Estoy enamorado! No puedo dejar de pensar en ella. ¡He decidido pedirle al sultán a su hija para casarnos!
—¿Acaso te has vuelto loco? —preguntó su madre preocupada—. No hables tan fuerte, si alguien te escucha, te llevarán a la cárcel.
—No te preocupes por eso. Mejor ve con el sultán y dile que me quiero casar con su hija.
—Pero tú eres pobre y ella rica. No tienes nada que ofrecer. Ella se casará con un príncipe. Mejor busca a una chica de aquí.
—Lo que no sabes es que soy rico. ¿Recuerdas las bolas de cristal? Pues resulta que son joyas tan preciosas que ni un rey las ha visto.
Aladino convenció a su madre y ella fue con el sultán a pedirle la mano de su hija. El rey la escuchó con amabilidad.
—Querida señora. Le agradezco su oferta, pero mi hija se debe casar con un príncipe, no con el hijo de un sastre. Lo lamento mucho.
—Lo comprendo, señor. Sólo me gustaría que viera el regalo que le manda mi hijo.
Entonces le mostró las joyas en forma de frutas. El rey se quedó tan impresionado por la belleza que dijo:
—Todas mis joyas juntas no valen ni la mitad de la más pequeña de éstas. Estoy de acuerdo. ¡Nuestros hijos se casarán!
El visir, el hombre más importante del sultán, estaba a su lado. Se acercó y le dijo en voz baja:
—Señor. Usted me había prometido que su hija se casaría con mi hijo. Le ruego que me dé tres meses para encontrar un regalo mejor y así Badrú será parte de mi familia.
El rey sabía que su visir no podría lograrlo, así estuvo de acuerdo y le dijo a la madre de Aladino:
—Señora, a partir de este momento nuestros hijos están comprometidos, pero la boda se hará hasta dentro de tres meses. Una princesa debe prepararse bien.
La madre se fue a su casa a darle la buena noticia a Aladino. Cuando la escuchó, el joven saltó de alegría.
—Hijo, sólo te pido que tengas cuidado con el visir. Por su culpa no te casas ahora mismo.
—Así lo haré, madre.
Pasaron dos meses y todo estaba muy tranquilo. La única preocupación de Aladino era contar el tiempo esperado. Un día su madre fue a comprar telas a una tienda, entonces se dio cuenta que había papeles de colores en las calles.
—¿Qué pasa? ¿Habrá alguna fiesta? —le preguntó a un comerciante.
—¿Acaso eres extranjera? Badrú se casará con el hijo del gran visir.
La madre soltó un grito y fue corriendo con su hijo. Al saber lo que pasaba,
Aladino fue por su lámpara, la frotó y el gran genio le dijo:
—¡Escucho y obedezco!
—Quiero que me traigas a la princesa Badrú. No se puede casar con el hijo del visir.
—No tiene que darme explicaciones, señor. Yo cumpliré cualquier orden.
¡Y desapareció! En unos segundos regresó con Badrú, quien no entendía qué estaba sucediendo.
—Lo siento, amada mía. Tu padre me prometió que me casaría contigo, pero no ha
cumplido. Por eso tuve que traerte así.
—Pero… ¡yo no te conozco! No sabía nada de ti o de alguna promesa de mi padre —dijo Badrú.
—Lo siento. No puedo explicarte más. Ahora, sólo debemos dormir. Eso sí, te prometo que no te pasará nada. Yo te cuidaré.
Al día siguiente, la princesa fue regresada al palacio de la misma forma.
—¿Dónde estabas, hija? —preguntó el rey muy preocupado y molesto.
La princesa contó la historia, pero nadie le creyó. Así que la reina le pidió que no se la dijera a nadie más o pensarían que se había vuelto loca. Entonces se decidió que esa noche se haría la boda, pero volvió a pasar lo mismo. El genio se la llevó y no se pudo realizar el matrimonio.
El rey estaba tan molesto que mandó llamar al visir y a su hijo. Los tres pensaban que ella no se quería casar, por lo que cancelaron la boda.
Al cumplirse los tres meses, Aladino le pidió a su madre que fuera al palacio. Cuando llegó, el sultán la reconoció de inmediato.
—Mira, visir. Es la madre de Aladino. Viene para que se casen nuestros hijos. Soy un rey y debo cumplir mi promesa.
—Así me parece, señor. Pero Aladino es hijo de un sastre pobre. No sé de dónde sacó las joyas, pero eso no quiere decir que sea rico. Pídele un regalo de bodas digno de un rey. Así sabrás si en verdad tiene dinero.
El rey estuvo de acuerdo y le dijo a la madre:
—Oh, buena señora. Yo cumpliré mi promesa de matrimonio. Pero antes su hijo debe traer como regalo cuarenta platos de oro llenos de joyas como las de antes. Estos platos deben ser cargados por cuarenta esclavos.
La madre se puso muy triste y fue a decirle a su hijo lo que sucedía.
—¡No te preocupes! —gritó Aladino emocionado al escuchar a su mamá—. Si me hubiera pedido cien veces más, se lo hubiera dado con gusto.
Entonces fue a su cuarto, sacó la lámpara y el genio dijo:
—¡A sus órdenes, mi señor!
Aladino le pidió lo que el rey deseaba y en menos de diez segundos ya estaba todo en la sala de su casa. Luego la madre partió con los esclavos hacia el palacio. Al ir por la calle, las personas se les acercaron para verlos. ¡Era un desfile sorprendente!
Al entrar al palacio, el rey se quedó maravillado. Nunca en su vida había visto tanta riqueza como aquel día. ¡Hasta el visir estaba sorprendido!
—Señor mío —dijo la madre—. Mi hijo Aladino le envía estos regalos. Dice que le da mucha pena enviarle tan poco, pero que le irá dando mucho más con los años.
El rey ni siquiera la escuchó. No podía dejar de ver las riquezas que le habían mandado. Luego logró decir:
—Me da tanto gusto que mi hija se case con el gran Aladino. Ve a decirle que tengo muchas ganas de abrazarlo, como se hace con un hijo.
La madre regresó a dar el mensaje y Aladino se puso muy feliz. Fue corriendo con el genio y le pidió que lo llevara a escoger el traje más hermoso. El genio sacó una alfombra, le dijo a Aladino que se subiera y juntos comenzaron a volar a una velocidad increíble. Recorrieron los países más lejanos hasta que encontraron la ropa adecuada y el caballo más hermoso para visitar al sultán.
Al llegar, Aladino se iba a hincar delante del sultán, pero éste no lo permitió. Al contrario, abrazó al joven y le dijo que deseaba que él y Badrú se casaran de inmediato. ¡Y así se hizo!