—¿Cómo harás eso?
—Pues deberás dejar esta vida de lujos por un tiempo. Tienes que vestir de nuevo la armadura, tomar la espada y tener aventuras.
—¿Así que me quieres llevar de nuevo a la guerra? —preguntó Porthos.
—Sí, Mazarino quiere que luches a su lado.
—Pues si me dará el título de Barón, que cuente conmigo. Hay que buscar a los demás.
—Intenté convencer a Aramis, pero no pude hacerlo. ¿Sabes dónde está Athos?
—En una villa no muy lejos de aquí.
—¿Qué sabes de él? —preguntó D’Artagnan.
—No tiene hijos, pero adoptó a un muchacho muy parecido a él.
Los dos amigos se separaron. Porthos fue a su casa para preparar las armas y D’Artagnan a buscar a Athos. Nuestro héroe pensaba: “Porthos sigue teniendo muchísima fuerza”.
Luego le escribió al cardenal:
Señor, ya tengo para usted un hombre que vale por veinte.
D’Artagnan.
Capítulo 9
D’Artagnan y Planchet ya no parecían jefe y ayudante, sino un par de buenos amigos.
—Tengo mucho miedo de que Athos ya esté muy viejo. Era el más grande de los cuatro —dijo el mosquetero.
—Yo también tengo el mismo temor, pero ya pronto saldremos de dudas —contestó Planchet.
Cuando llegaron al castillo de su amigo, se sorprendieron de lo grande y hermoso que era. Al entrar por la puerta, escucharon la voz de Athos.
En cuanto éste vio a D’Artagnan, le dio un gran abrazo. ¡Hacía tanto tiempo que no se veían! Todos los temores desaparecieron al verlo. ¡Casi no había envejecido!
Apenas se estaban saludando, cuando entró un joven de quince años llamado Raúl. Cruzó algunas palabras con Athos, saludó a los invitados y se retiró.
—De seguro quieres saber quién es, ¿verdad? —dijo Athos con una sonrisa—. Es un joven huérfano. Yo lo he educado. Me quiere como si fuera su padre.
—Y dime, Athos. ¿Eres feliz?
—Tan feliz como puede ser un hombre en la Tierra, pero tú quieres saber otra cosa, dímela.
—Será mejor que platiquemos después.
Los amigos cenaron y le platicaron a Raúl sus viejas aventuras. ¿Te imaginas lo que te contarían tu padre y su mejor amigo si ambos fueran mosqueteros? Pues así pasaron gran parte de la noche.
Al irse a acostar, D’Artagnan pensó: “estoy feliz de ver a mi amigo, pero siento que me está ocultando algo. ¿Quién es Raúl? ¿Por qué se parece tanto a Athos?”
A la mañana siguiente, nuestro héroe le preguntó a su amigo:
—¿No crees que ya es hora de volver al servicio?
—Voy a ser bien claro. Yo sólo puedo estar de parte del rey.
—Eso es lo que te pido.
—Si para ti luchar por el rey es lo mismo que defender a Mazarino, entonces estamos en desacuerdo. Ese italiano lo único que hizo fue robarse la corona.
Ahí terminó la conversación porque Raúl se acercó a ellos. En ese momento llegó un mensajero con una carta urgente para D’Artagnan.
—Haces bien en no querer regresar al servicio —le dijo D’Artagnan a Athos, luego, al leer la carta continuó hablando—. El señor de Tréville está enfermo y debo regresar ahora mismo.
D’Artagnan salió casi de inmediato. Athos los despidió y se les quedó viendo mientras se iban. Luego le dijo a Raúl:
—Hijo, prepara tus cosas. Esta tarde salimos hacia París.
En el camino, D’Artagnan volvió a leer la carta, que en realidad decía:
Regresa de inmediato a París.
P.D. Pasa a la casa del tesorero. Él te dará doscientas monedas.
Mazarino
Mazarino hizo que D’Artagnan regresara porque estaba muy preocupado. Escuchó a unos guardias decir que el duque de Beaufort, su enemigo y miembro de La rebelión quería escapar de la cárcel. Por eso también mandó llamar al jefe de la penal, quien le dijo:
—Es imposible que Beaufort huya. Yo no lo dejaré ir nunca. Los muros no se pueden destruir y tampoco los barrotes.
—¿Pero qué pasará si un día tú no estás?
—Se queda a cargo Grimaud, un hombre que odia a Beaufort y que incluso lo trata muy mal. Yo respondo por él
Ese tal Grimaud, de quien habla el jefe de la cárcel, es: ¡el ayudante de Athos!
—De cualquier manera —dijo Mazarino—, voy a poner más seguridad en esa cárcel.
Pero veamos, ¿quién es ese Beaufort, tan importante en la historia? Es un heredero a la corona. Es decir, que si algo le pasara al rey, él podría ser el nuevo monarca. Por esa razón la reina —y el cardenal, por supuesto—, lo encerró.
Desde que Grimaud llegó a la cárcel, le hizo la vida imposible al duque. ¡No le permitió tener ni un peine! Claro, Beaufort lo odió casi de inmediato.
Un día, cuando ellos dos estaban solos en la celda, el Grimaud le entregó una carta que decía:
Puedes confiar en el hombre que te dio esta nota. Él te ayudará a escapar. Ya casi llega el tiempo de tu libertad. Sé paciente.
María.
—Entonces… ¿Tú me ayudarás? —le dijo Beaufort a Grimaud—. No lo puedo creer. ¡Y yo que pensaba golpearte!
—Ahora escúcheme bien. Mañana a las dos usted jugará a la pelota con el jefe de la cárcel cerca del muro. Lanzará una bola del otro lado y le pedirá a un trabajador que se la regrese. Y lo más importante de todo: debe odiarme de nuevo, o nos descubrirán.