Robinson Crusoe página 6

Como nunca había experimentado algo así, me quedé sin poder moverme. Me quedé sentado viendo cómo se cubría de polvo mi casa con todas mis pertenencias adentro. Así en el suelo, observé que el cielo se oscurecía y nublaba como si fuera a llover. De repente el mar se cubrió de espuma, las olas inundaron todavía más la playa y algunos árboles cayeron de raíz. Fue una tormenta terrible que duró casi tres horas.

Después del terremoto y la tormenta, tuve que arreglar mi casa y mi cueva, a la que le hice una salida para que el agua que entrara pudiera salir. Después pensé que no debía vivir en una cueva, sino hacerme una pequeña choza, pues si me quedaba ahí, en algún momento la colina me caería encima.

La tormenta hizo que el barco estuviera a la vista de nuevo y que me pudiera acercar a él. Durante varios días me dediqué a desarmarlo y llevar a mi isla todo lo que podía.

El 18 de junio comencé a sentirme un poco resfriado, lo que era muy raro en ese clima. Al día siguiente me sentía muy enfermo y temblaba de frio. Durante muchos días estuve muy mal, incluso tenía mucha fiebre. El 27 de junio estaba tan mal que no pude ni comer ni beber. Estaba a punto de morir de sed, pero no tenía fuerzas para levantarme por agua. Al día siguiente ya tuve un poco de energía para ir a beber y comer. Para el 30 ya estaba bien como para ir a cazar, aunque no me alejé demasiado. ¡Nunca me sentí tan solo!

Tiempo después comencé a explorar la isla. Ya sé, estás pensando que tú habrías explorado desde el primer día, pero recuerda que primero hice mi casa. En mis viajes encontré algunas cañas de azúcar, lo que me puso muy feliz. Otro día me topé con diferentes frutas, en especial, una gran cantidad de melones en el suelo y de uvas en los árboles. Luego hallé unas limas, con las que pude preparar un agua refrescante.

En mis recorridos vi un lugar con agua fresca y muchas frutas, era como un jardín. Comencé a pensar que debería irme a vivir a aquel lugar y así no tener que transportar la fruta hasta donde estaba mi casa. Lo malo era que si me iba hacia esa parte de la isla, jamás vería a ningún barco acercarse, por lo que me prometí nunca cambiarme a ese sitio.

De todos modos, estaba tan enamorado de ese lugar que pasé gran parte del mes de julio allá en una pequeña tienda que me hice. Luego llegaron las lluvias, por lo que tuve que regresarme a mi primera vivienda.

En ese tiempo tuve la sorpresa de ver aumentada a mi familia. Estaba preocupado porque una de mis gatas había desaparecido, cuando de pronto, ¡llegó con tres gatitos nuevos! Eran unos gatitos preciosos que adopté de inmediato. Todo esto me pareció muy extraño, porque creí que los gatos salvajes que había en la isla eran muy diferentes a nuestros gatos europeos.

Algo que me hacía mucha falta era una canasta. Podrá parecerte algo sin importancia, pero imagínate por un momento en un mundo sin bolsas, cajas o canastas para llevar las cosas de un lado a otro; pues, ¡así vivía yo! Muchas veces traté de hacer una, pero las ramas siempre se me rompían. Por suerte, cuando era niño vi muchas veces cómo se hacían y hasta ayudé. Así que sabía cómo se fabricaban, pero no tenía los materiales. Se me ocurrió que algunos de los árboles de mi casa de campo, es decir, donde estaban los árboles frutales, podrían servir para esto. Fui con herramientas para cortar muchas ramas, las puse a secar y resulta que sirvieron muy bien para lo que yo deseaba.

Antes he dicho que tenía pensado recorrer toda la isla. Ya había llegado hasta mi casa de campo, desde donde se alcanzaba a ver el mar del otro lado de la isla. Ahora quería ir hasta la orilla. Para eso tomé mi escopeta, un hacha, una cantidad de pólvora y municiones mayores a lo normal, y emprendí el viaje. Mi perro, como siempre, iba conmigo. A lo lejos pude ver una franja de tierra que no sabía si era una isla o parte de algún continente. Lo que sí sabía es que debía ser América.

Después de pensar sobre el asunto, llegué a la conclusión de que tarde o temprano vería pasar un buque. Con estos pensamientos seguí caminando y me di cuenta que el otro lado de la isla me gustaba más que el mío. ¡Era como un paraíso! Como había una gran cantidad de pericos, me dieron ganas de tomar uno para quedármelo y enseñarle a hablar. Así lo hice y después de varios años, por fin dijo mi nombre.

Estaba disfrutando mucho de ese viaje. Aunque nunca avanzaba más de dos millas al observar siempre cosas interesantes, llegaba agotado al sitio donde iba a pasar la noche. Por lo general era un árbol alto o algún lugar rodeado de estacas para que ningún animal pudiera atacarme.

En cuanto llegué a la orilla del mar me di cuenta que había vivido en la peor parte de la isla, porque de este lado había más comida y vegetación. Aunque este sitio era más bonito, no me quería cambiar, porque ya me había acostumbrado a mi casa y de este lado me sentía de vacaciones.

En el viaje de regreso, mi perro se encontró con un cabrito al que se quería comer. Yo corrí para salvarlo, porque desde hace mucho que quería uno para hacer mi propio rebaño. Le hice un collar al pequeño animal y con un cordón que había hecho lo llevé hasta mi casa de campo. Ahí lo dejé, porque yo ya quería llegar a mi casa, de la que había estado fuera durante casi un mes.

No puedo expresar la alegría que sentí al llegar a mi hogar. Lo primero que hice fue tumbarme en mi hamaca. Todo me parecía tan limpio, tan ordenado, que me decidí a no alejarme ya tanto tiempo de ella mientras permaneciera en la isla. Luego fui por mi cordero. Me tomó tanto cariño que se convirtió en una de mis mascotas. ¡Jamás creí que podría sentirme feliz en esa isla!

Llegó el tiempo de cosechar mis granos. ¿Alguna vez has plantado una semilla en un frasco? ¿Has visto cómo crece una pequeña plantita? ¿No te has emocionado cuando sale? Pues imagina entonces lo contento que me sentía con muchas plantas creciendo. Como quería que la siguiente cosecha fuera mucho más grande, decidí no comer ni uno solo, así que los guardé todos para la siguiente siembra. En ese tiempo me puse a hacer los instrumentos que necesitaría para convertirlos en pan, aunque no sabía ni cómo hacerlo.

Uno de mis más grandes logros de ese tercer año en la isla fue hacer vasijas de barro. Al principio se me rompían, pero por fin descubrí cómo cocer el barro y logré hacer una especie de olla que me sirvió para un caldo de cabra muy rico.

Más tarde, comencé a pensar sobre la posibilidad de construir una canoa con un gran tronco de árbol, como la hacían los nativos de América. Me alegré de tener las herramientas necesarias, pero no consideré cómo la echaría al agua cuando la terminara. Eso me parecía muy complicado, porque ¿de qué me serviría cortar un árbol en medio del bosque y quemar la parte interior para hacerle un hueco, si iba a dejarlo justo donde lo había encontrado por no poderlo arrastrar hasta el agua?

Aunque no se crea, yo no había pensado cómo llevarla, y aun así me puse a construir esa canoa con todas mis fuerzas. Me gustaba el proyecto y no me importaba si no era capaz de lograrlo. No es que no llegara a mi cabeza el problema de cómo transportarla al mar, sino que me decía: “Primero ocupémonos de hacerla porque, con toda seguridad, encontraré la forma de moverla cuando esté terminada”.