El primero de septiembre de 1659, justo ocho años después de salir de casa de mis padres, volví al mar. Nuestra embarcación llevaba como ciento veinte toneladas de peso, seis cañones, quince hombres además de su Capitán y yo. Después de algunos días de navegación, un viento nos sacó de nuestro rumbo y nos alejó mucho de la ruta. Y claro, como ya te imaginarás, nos agarró una tormenta. Durante doce días creímos que seríamos tragados por el mar y ninguno esperaba salir con vida.
Nuestro barco estaba tan dañado que no podríamos llegar a África, así que decidimos ir hacia la isla de Barbados, pero nuestra suerte era tan mala que otra tormenta nos atrapó y nos volvió a alejar de nuestra ruta. Ya sólo nos quedaban dos opciones: naufragar o terminar en tierras salvajes donde seríamos devorados.
Así nos encontrábamos cuando de pronto uno de nuestros hombres gritó: ¡Tierra! Y claro, nos sentimos felices, pero cuando apenas íbamos a ver si era cierto, sentimos un fuerte golpe causado por el choque contra un banco de arena.
No sabíamos dónde estábamos. Ni siquiera teníamos idea de si habíamos llegado a una isla o a un continente. El viento seguía soplando con tanta fuerza que nos daba miedo que el barco se desbaratara en cualquier momento. Además, la nave se había atorado tanto que no podíamos movernos, por lo que cada quien pensaba cómo salvar su vida.
El Capitán logró bajar un bote y todos nos subimos a él, con la esperanza de que no lo destruyera una de las grandes olas que había. Remamos con todas nuestras energías, pero nuestro esfuerzo fue en vano. ¡Una gran ola volcó el bote y nos tiró a todos al agua!
Nada puede describir lo que sentí mientras me hundía, pues, aunque nadaba muy bien, no podía librarme de las olas para salir a tomar aire. Sin saber cómo, llegué a un pedazo de tierra casi seca. Traté de llegar a la costa, pero una ola gigante me dio de nuevo. Intenté nadar pero era casi imposible. ¡Era desesperante! Dos veces más me cayeron olas terribles y ya casi no tenía esperanza de salir vivo. Entonces logré reponerme porque mis pies tocaron el piso y corrí hasta tierra firme, fuera del alcance del agua y libre de peligro.
Creo que es imposible expresar lo feliz que estaba. Caminé por la playa con las manos en alto bailando de alegría. Por desgracia, nunca volví a ver a ninguno de mis compañeros. Sólo vi algunos sombreros, una gorra y dos zapatos de distinto par.
Muy poco tiempo después me di cuenta que no tenía muchas razones para estar tan contento. Estaba empapado y no tenía ropa para cambiarme. No tenía nada para comer o beber y ¡estaba seguro que iba a ser devorado por bestias salvajes! Lo peor es que no tenía armas para defenderme. En fin, que sólo tenía una pipa, tabaco en una caja y un cuchillo. Al darme cuenta de mi situación me puse muy triste, y me dio mucho miedo cuando se acercó la noche, porque en la oscuridad las bestias hambrientas salen a buscar alimento.
Tuve la idea de subirme a un árbol que estaba cerca para pasar la noche. Antes caminé un poco para encontrar agua y la conseguí, ¡estaba feliz! En mi árbol, busqué una rama donde no me cayera al quedarme dormido y corté un palo para usarlo como defensa por si algo me atacaba. Esa noche, aunque parezca increíble, descansé como pocas veces en mi vida.
Al despertar, vi que la tormenta había acercado el barco y me dieron ganas de llegar hasta él para buscar algunas cosas para sobrevivir. Me quité las ropas y nadé para allá. De la proa salía una cuerda que usé para subir a la nave. Lo primero que vi fue que todas las provisiones estaban secas y en buen estado. ¡Eso era maravilloso! Entré al depósito de pan y comí galletas. Lo único que necesitaba era un bote para llevarme todo lo que iba a usar.
Sabía que no podía sentarme a esperar que las cosas se hicieran solas y la situación en la que estaba provocó que mi ingenio creciera. Es como cuando a ti tus papás te dicen: “debes resolver ese rompecabezas solo”. ¡Y lo resuelves!, porque no hay nadie que te ayude. Eso quiere decir que busqué soluciones que en otro momento no se me hubieran ocurrido. Junté algunos mástiles y los amarré de los extremos para hacer un bote. Le puse encima tablas y vi que me aguantaba bien. Corté un mástil de repuesto que añadí a mi balsa. Todo me costó mucho trabajo, pero la esperanza de llevar esas cosas tan valiosas a la playa me dio fuerzas.
La balsa ya era lo suficientemente grande para soportar un peso considerable. Lo siguiente era decidir con qué cargarla y cómo proteger del agua lo que pusiera encima de ella. Lo que hice fue tomar tres cofres de marinero y los llené de alimentos. Aunque la marea ya estaba subiendo, fui a buscar ropa y herramientas. Sé que me estaba arriesgando mucho, pero no quería que el barco se hundiera y yo quedarme sin nada. Después encontré la caja del carpintero, que en esas circunstancias era más valiosa que un cofre lleno de oro. Luego fui por las armas. Había dos pistolas y dos escopetas, cogí algunos cuernos de pólvora, una pequeña bolsa de balas y dos espadas viejas. Encontré tres barriles de pólvora, dos de ellos en buen estado.
Ahora sólo tenía que ver cómo llevar todo eso a tierra sin timón, remos o velas. Tenía tres cosas a mi favor: el mar estaba en calma, la marea estaba subiendo y el poco viento me empujaría hacia tierra.
Encontré unos remos y comencé mi viaje. Como lo pensé, la corriente y el viento me llevaban hacia la costa. Lo malo fue que golpeé un banco de arena y ¡estuve a punto de perderlo todo! La marea subió lo suficiente para que pudiera seguir y por fin llegué a la playa.
Mi siguiente tarea era explorar el lugar y buscar un sitio para instalarme y guardar mis cosas. Había una colina a menos de un kilómetro de donde yo estaba. Tomé una de las escopetas, una de las pistolas, un cuerno de pólvora y me dispuse a llegar hasta la cima de la colina. Imagínate lo triste que me puse cuando descubrí que estaba en una isla. A mi alrededor no había más que agua, unas rocas y dos islas todavía más pequeñas que la mía. En ese momento sentí que me quedaría ahí para siempre.
Parecía que la isla estaba habitada sólo por bestias salvajes, aunque todavía no había visto ninguna. A mí regreso le disparé a un pájaro enorme para comer. No dudo que fuera la primera vez que ahí sonaba un disparo, porque de todos lados salieron miles de aves volando.
Después regresé y comencé a organizar mi cargamento. No sabía en dónde iba a dormir, porque me daba miedo hacerlo en el suelo y que viniera una bestia a comerme, aunque ya después supe que no debía preocuparme por eso. Al final, con las tablas que traje me hice un pequeño refugio.
Al día siguiente me puse a pensar cómo sacaría muchas cosas útiles del barco. No me pareció buena idea llevar mi balsa, así que fui nadando de nuevo. Subí al barco del mismo modo que la vez anterior, pero como ya tenía experiencia, no la hice tan grande ni la cargué tanto para que fuera sencilla de manejar. En el camarote del carpintero encontré bolsas con clavos y pasadores, un destornillador, algunas hachas, más armas y balas. En otras habitaciones recogí toda la ropa que pude, una vela de barco, una hamaca y ropa de cama. Así fue como cargué mi segundo bote que pude conducir sin problemas hasta la costa.