Nuestra señora de París página 5

El sacerdote bajó las escaleras. Se dio cuenta de que Cuasimodo también observaba por una ventana. Estaba tan concentrado que ni siquiera vio a su padre adoptivo. La mirada del jorobado parecía dulce y tierna.

“¿Será que está viendo así a la gitana?”, pensó Frollo. Luego bajó todas las escaleras y salió de la iglesia.

—¿A dónde se fue la gitana? —le preguntó el sacerdote a uno de los espectadores.

—Un capitán la llamó y se fue a su casa.

Frollo volteó a ver a todos lados y se dio cuenta que Gringoire era el hombre que parecía la pareja de la gitana.

—¿Qué haces aquí vestido como payaso? —le preguntó Frollo.

—Pues muy sencillo. La gitana es mi mujer y yo soy su marido.

Lo ojos del sacerdote se pusieron rojos. ¡Estaba furioso!

—¿Cómo fuiste capaz de hacer algo así? —le gritó Frollo.

Gringoire le contó toda la historia que ya conoces, ya sabes, donde Esmeralda lo salva de los bandidos y se convierte en su esposa para que no lo lastimen.

—Debes tener mucho cuidado. ¡Ella es una mujer muy peligrosa! —dijo el sacerdote.

Gringoire no comprendió por qué Frollo le dijo todo eso. Para él, Esmeralda era una buena muchacha. “A ella sólo le importa la danza y el canto. No conoce el mal”, pensaba el joven. “Yo creo que a este sacerdote sólo le importa que sea gitana, y no le interesa que ella sea buena. Esmeralda siempre me ha dicho que hay dos personas en esta ciudad que la odian: la prisionera que siempre le grita que es una gitana y un sacerdote que la ve feo. ¿Será Frollo  ese sacerdote del que habla?”

Gringoire se había convertido en una especie de hermano para Esmeralda. Ya no estaba muy seguro de estar enamorado de ella.

—No estoy de acuerdo con lo que dices. Ella es buena. ¡Hasta le enseñó a su cabra a escribir la palabra Febo!

—¿Febo? ¿Por qué ese nombre?

—No lo sé. Debe ser alguna palabra que ella se imagina como mágica.

—¿No será un nombre?

—No lo sé. Creo que es un dios de los gitanos.

El sacerdote se fue muy molesto de ahí. Gringoire no entendió nada de la conversación. No comprendía por qué el interés de Frollo en su esposa.

Desde que castigaron a Cuasimodo en la plaza, las campanas de la catedral parecían muy tristes. Antes el jorobado despertaba a la ciudad con su música, luego todo se puso muy callado. Ahí en la iglesia, un día al hermano del sacerdote le dio curiosidad el cuarto de Frollo. “¿Por qué no dejará que nadie lo vea?”, se preguntó.

Así que subió los cientos de escalones de la torre para ver qué había ahí. ¡Se cansó muchísimo! Abrió la puerta con mucho cuidado, pero vio que su hermano estaba como dormido. Logró ver que todas las paredes estaban pintadas con palabras extrañas en otros idiomas.

El sacerdote comenzó a hablar solo, como si estuviera muy enojado. Decía:

—¡No lo puedo lograr! ¡Llevo tanto tiempo intentando y nada!

Jehan pensó que su hermano estaba loco. Cerró la puerta con cuidado, fingió el sonido de sus pasos y tocó la puerta.

—¡Ah, eres tú! —dijo Frollo—. Estoy muy enojado contigo. Todos los días vienen a quejarse de ti. ¿A dónde quieres ir a parar?

—Mejor te digo a lo que he venido, necesito dinero.

—Ahora no tengo, ¿qué quieres que haga?

—Oh, creí que me ayudarías. Necesito el dinero para comprarles ropa a unos niños pobres —dijo Jehan.

Frollo se dio cuenta que su hermano estaba mintiendo y le pidió que se fuera de su cuarto.

—Si no me das dinero, iré por las calles rompiendo cosas. Todos hablarán mal del hermano del gran arcediano.

—Vete de aquí. Estoy esperando a alguien y ya escucho que sube las escaleras. Toma una moneda y no vuelvas.

El hermano fingió irse, pero se escondió para escuchar la conversación. Un hombre vestido de negro entró al cuarto del sacerdote. Lo que Jehan pudo oír lo sorprendió mucho: ¡su hermano y ese hombre eran magos!

Por lo menos intentaban ser hechiceros. Todas esas letras raras en la pared eran fórmulas para convertir otros metales en oro, pero no lo habían conseguido. De pronto, el mago dijo:

—¿Cuándo te parece bien que atrapemos a la pequeña hechicera? —¿De quién hablas? —dijo el sacerdote.

—Ya sabes. La gitana que baila en la plaza con su cabra endemoniada. ¡Esa hermosa muchacha que tiene los ojos negros más bonitos del mundo!

Frollo se puso rojo. No sabemos si de coraje o de pena.

—Luego nos ocuparemos de eso —dijo el sacerdote.

Cuando Jehan salió de la iglesia, se encontró con su buen amigo el capitán Febo. El arcediano, que ya había terminado su magia, los vio irse juntos y los siguió de cerca. Al llegar a una esquina, el capitán dijo:

—Escucho un pandero. Vámonos por otro lado, no quiero que me vea la gitana.

—¿Y eso por qué?