Narraciones extraordinarias página 8

EL BARRIL

Ya estaba cansado de soportar los insultos de Fortunato. Por eso decidí desquitarme. Por supuesto que no le dije a nadie lo que planeaba. Tenía que castigar a Fortunato por todas las que me había hecho.

Nunca le di oportunidad de que se diera cuenta lo que tenía preparado para él. Cada vez que lo veía, le sonreía. Así, él nunca sospechó nada.

Aquel Fortunato era un hombre temido por todos los demás, pero tenía un punto débil: decía que era uno de los hombres que más sabía de vino. Yo sé que eso era cierto y me aproveché de eso.

Una tarde, durante el Carnaval, encontré a Fortunato. Estaba muy alegre y me saludó con muchas ganas. Él iba disfrazado como payaso. Su traje era muy colorido y tenía un sombrero en forma de cono bastante gracioso. Fingí que me alegraba mucho verle.

—Querido amigo —le dije—, me siento muy afortunado de verle. ¡Tiene usted un aspecto excelente! Quiero decirle que recibí un barril de vino blanco, de ese al que llaman amontillado, pero tengo mis dudas de que sea genuino.

—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado?, ¿uno de los vinos más ricos del mundo? ¿Un barril entero? ¡Imposible! ¿Y en pleno Carnaval?

—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un vino amontillado valioso de verdad.

—¡Amontillado! —exclamó Fortunato.

—Tengo mis dudas —le expliqué.

—¡Amontillado! —repitió mi amigo.

—Y tengo que pagarlo —le respondí, algo molesto.

—¡Amontillado! —volvió a decir Fortunato.

—¡Sí, sí, amontillado!, ¿puede dejar de repetirlo? —le pedí—. En fin, que creí que usted estaba muy ocupado, así que iba a buscar a Luchesi. Él también sabe de vinos…

—Luchesi no sabe distinguir el vino blanco de la leche de vaca —dijo Fortunato—. Vamos a sus bodegas, amigo mío.

—Pero en mis bodegas hace mucho frío —le expliqué—. Y está llena de esa sustancia húmeda que molesta mucho, ¿cómo se llama?, salitre, creo.

—Eso no importa —respondió Fortunato—. ¡Amontillado! Creo que lo han engañado.

Fortunato me tomó del brazo y comenzamos a caminar juntos. Me puse un antifaz para que nadie me reconociera. Llegamos a mi casa y no había ningún sirviente. Como les dije que no volvería hasta el día siguiente, se escaparon para irse al Carnaval. Con decirles que no volvería era suficiente para saber que ellos se irían y no regresarían hasta antes de que yo llegara.

Tomé dos antorchas, le di a Fortunato una y lo guie por el pequeño camino que conducía a mis bodegas. Bajamos una larga escalera. Le dije que tuviera mucho cuidado y que pisara donde yo lo hacía. Llegamos por fin a un lugar que él no se esperaba: un túnel subterráneo.

—¿Y el barril? —dijo Fortunato con miedo, pues el fuego de la antorcha apenas podía iluminar el lugar.

—Está más al fondo —le contesté.

Fortunato comenzó a toser. El salitre, esa sustancia que describí hace poco, le comenzó a irritar la garganta.

—Es mejor que volvamos —le dije—. Su salud es primero. Usted es rico, respetado, admirado, querido. Y es feliz. Mejor volvamos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi…

—Basta —me dijo—. Esta tos no me hará daño. No me moriré de tos.

Me tomó otra vez del brazo y seguimos caminando en busca del barril de vino. Estábamos tan adentro del túnel que casi no había aire. Llegamos a una especie de habitación pequeña, que parecía un hueco que alguien había dejado ahí a propósito.

 

Por causa del poco aire, las antorchas se fueron apagando poco a poco y ya casi no se veía nada.

—Adelántese —le dije—. Ahí está el vino.

En un momento llegó al fondo del hueco. No pudo avanzar más porque se tropezó con una gran roca. Aprovechando su descuido, lo tomé de los brazos y lo encadené a la pared. Rodeé su cintura con cadenas para que no se pudiera mover mucho. Saqué la llave de la cerradura de las cadenas y salí del hoyo.

—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y sentirá todo el salitre de este lugar. Es como musgo, o ¿cómo podría explicarle? Bueno, ya sabe, esas plantas pequeñitas y suaves. ¿Siente la humedad? Debería usted regresar. Ah, ya no puede porque está encadenado. Es una lástima. Disculpe que lo deje, pero tengo algo que hacer.

—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, sin entender lo que le sucedía.

—Cierto, el amontillado —contesté burlándome de él.

Con un montón de piedras que sirven para construcción tapé la entrada a la cueva. Cuando coloqué el primer trozo de piedra, me di cuenta que Fortunato tenía mucho miedo. Soltó un pequeño gemido y luego hubo un largo silencio. Yo seguí poniendo las piedras, hilera tras hilera. Entonces escuché cómo Fortunato intentaba quitarse las cadenas. El ruido duró varios minutos, y yo detuve mi tarea para escuchar con atención. Cuando mi amigo dejó de moverse, coloqué la quinta, la sexta y la séptima hilera de piedra. La pared que construí se hallaba a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve y, levantando la antorcha por encima de la pared, dirigí la luz sobre Fortunato.

Una serie de fuertes gritos salieron de su garganta. Durante un momento sentí mucho miedo y retrocedí un poco. Volví a acercarme a la pared, y le contesté a Fortunato con gritos muy similares a los que él hacía. Entonces él dejó de gritar.

Ya era media noche y llegaba al final de mi trabajo. Había terminado la octava, la novena y la décima hilera de piedra. Ya solamente quedaba una piedra qué colocar. Era muy grande y me costó trabajo subirla. Pero de pronto, del hueco se escuchó una risa ahogada que me puso los pelos de punta. Fortunato se reía con tal tristeza, que por un momento no creí que se tratara de él. La voz decía:

—¡Je, je, je!, ¡Ja, ja, ja! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego de que me saques de aquí!, ¡je, je, je!, y tomaremos vino, ¡je, je, je!

—El amontillado —dije sin emoción.

—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palacio todos los demás? Vámonos.

—Sí —dije, y él comprendió que me burlaba—. Vámonos ya.

—¡Por el amor de Dios, amigo mío! —exclamó.

—Sí —dije—. Por el amor de Dios.

Ya no respondió después de eso. Me puse impaciente y le grité:

—¡Fortunato!

No hubo respuesta y volví a llamar:

—¡Fortunato!

Nadie me contestó. Metí la antorcha por un pequeño agujero que quedaba pero ya no se veía nada. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos, coloqué la última piedra en su sitio. Luego me alejé de ahí.

Yo no he vuelto a pisar esas tumbas. El salitre me provoca mucha tos. Así que no les puedo decir si alguien liberó de mi broma a mi amigo.