—Oh, es más sencillo de lo que crees. Es una moneda natural —me contestó —. En la ciudad de Cambaluc, toman las cortezas de los árboles. Entre la corteza y el tronco hay una masa de color muy oscuro. Es casi negro. Se parece mucho a los papiros. A esa pasta de papel la cortan de varios tamaños. La mayoría de las veces en tarjetas largas. La más grande es la más valiosa.
—¿Qué haces cuando a los labradores se les secan las tierras o no les dan frutos? —le pregunté.
—Es fácil —respondió—, les doy comida y les repongo todo lo que han perdido hasta que vuelven a tener cosechas.
—¿Y si hay una gran sequía y no los puedes alimentar? —pregunté curioso.
—Eso nunca pasará —me contestó—. Guardo mucho trigo por si llega a suceder algo malo, como lo que tú dices. Cuando hay poco trigo, saco de mis reservas y se las doy a los campesinos.
—Eres un gobernador maravilloso —le dije, admirado.
—Para nada —me respondió—, soy como un gobernador debe ser.
Del rey Dor
—Ahora, dejemos de hablar de mí —me dijo Cublai —. Yo te he mandado por la ruta de seda para que me cuentes las cosas fantásticas que has visto. Quiero que me cuentes una historia o algo que hayas visto o escuchado.
—¿Te he dicho la historia del Rey Dor y su guerra contra el sacerdote Juan? —pregunté.
—No, no me la has contado —me dijo—. Pero como el sacerdote Juan fue mi enemigo, me interesa saber de sus peleas. Así aprendo más de los que luchan contra mí.
—Pues bien. El sacerdote Juan le tendió una trampa al rey Dor. Él le envió a siete criados para que lo engañaran. Le dijeron que eran extranjeros que querían servirle. El rey Dor, confiado, se puso contento y los dejó entrar. ¡Hasta los llegó a querer! Después de dos años, los criados lo traicionaron diciéndole que si no lo acompañaban a un lugar, lo harían encerrar.
—¿Y qué hizo el rey Dor? —me preguntó Cublai.
—El rey estaba confundido y les preguntó: “¿Cómo, amados hijos míos? ¿A dónde quieren que vaya?” Y ellos le dijeron: “vendrás con nosotros a ver a nuestro señor, el sacerdote Juan”.
—Debió sorprenderse mucho el rey al ver cómo lo traicionaban —dijo el emperador.
—Así es —contesté—, y por eso les respondió: “¡Tengan piedad de mí! ¿Cómo es posible que hagan esto después de haberles dado tanto durante dos años? ¡Son unos villanos!”. Los criados no lo escucharon y se lo llevaron a donde vivía el sacerdote Juan. Entonces mandó que encerraran al rey en un calabozo. ¡Así lo mantuvo durante dos años!
—¿Y luego qué pasó? —preguntó el señor Cublai.
—Después de ese tiempo, el sacerdote Juan le dijo al rey: “Ya viste que no estás a mi altura. No puedes hacerme la guerra, porque soy mejor que tú”. Entonces reconoció que el sacerdote Juan era mejor y más astuto que él.
El sacerdote Juan, al ver que el rey era tan bueno y tranquilo, decidió regresarlo a su castillo y desde entonces se hicieron amigos y aliados.
—¡Vaya con esos hombres! —me dijo Cublai y agregó—, ¡vete ahora, amigo mío!, sigue viajando, pues quiero que me cuentes todas las cosas que veas y escuches.
—Así haré, mi señor —le respondí, y continué con mi viaje.
En uno de mis viajes llegué a la provincia de Cardandan. Estando ahí, me di cuenta que a los hombres les brillaba la boca como el sol. Extrañado, le pregunté a un hombre de la provincia:
―¿Por qué les brilla la boca de esa manera?
El hombre se sonrió y me dijo:
—¡Es sencillo! Tenemos los dientes de oro.
—¡Los dientes de oro! —exclamé—. ¡Pero cómo!, ¿es que los hombres de Cardandan nacen con los dientes así?
El hombre me respondió:
—¡Para nada, muchacho! Tenemos tanto oro que no sabemos qué hacer con él. Así que nos lo ponemos en los dientes.
Eso me sorprendió mucho. Aproveché que ese hombre había contestado mi pregunta, y decidí hacerle más.
Lo primero que quise pedirle fue un doctor, pues llevaba un día entero con un dolor de cabeza espantoso. Su respuesta me dejó casi igual de sorprendido que con la de los dientes:
—Aquí en Cardandan no tenemos médicos.
—¿Cómo es posible eso? —pregunté—. Y entonces, cuando alguien enferma, ¿qué hacen?
—Llamamos a los magos y a los adivinos. El enfermo les dice sus padecimientos, luego los magos tocan instrumentos y bailan, hasta que alguno de ellos cae al suelo.
—¿Y por qué hacen eso? —pregunté.