Los tres mosqueteros página 8

A las nueve de la noche, D’Artagnan ya estaba en la esquina del parque. Como siempre estaba preparado, tenía con él dos pistolas y su espada. Esperó ahí mucho tiempo. Dieron las once y nadie llegó. Varias veces leyó la carta para ver si no se equivocó, pero todo estaba bien. Al joven le dio miedo que le hubiera pasado algo malo a la señora Bonacieux.

Luego se puso a recorrer todo el parque y vio un guante de mujer tirado en el piso. No sabía si era de ella, así que caminó para preguntar si alguien la había visto.

Un hombre le dijo:

—Yo vi a una mujer muy hermosa, pero cubierta, como si quisiera que no la vieran.

D’Artagnan estaba seguro de que era ella. Luego pasó un anciano que vivía por ahí y le preguntó si había visto algo extraño.

—Me da miedo contarle —dijo el anciano.

—No le pasará nada —contestó D’Artagnan.

—Yo estaba en mi casa. Poco antes de las nueve de la noche vi a tres hombres pasar enfrente de ella. Iban en una carreta. La mujer caminaba cuando vio a dos de ellos. Yo creo que le dieron miedo, porque intentó regresarse; pero el otro ya estaba detrás de ella. Entre los tres la cargaron y la metieron a la carreta.

D’Artagnan se quedó inmóvil y mudo. Cuando logró reaccionar, preguntó:

—¿Cómo eran esos hombres? —preguntó el joven.

—Sólo vi a uno. Era moreno, alto y tenía una cicatriz en la cara.

—¡Es él! ¡Siempre es él!  

—Otro de ellos parecía una mujer, pero no logré ver bien —dijo el anciano.

Nuestro héroe se fue pensando: “si estuvieran aquí mis amigos, podría encontrarla, pero no sé qué pasó con ellos”.

Al día siguiente D’Artagnan le contó todo al señor de Tréville.

—Estoy seguro que el cardenal la mandó raptar —dijo el jefe de los mosqueteros.

—¿Qué debo hacer? —preguntó el joven.

—Vete de Paris, ahora es un lugar muy peligroso para ti.

Pero ya conoces a nuestro héroe. No iba a dejar la ciudad sin saber de la señora Bonacieux y menos sin conocer el paradero de sus amigos. Por eso arregló sus cosas para viajar y montó su caballo.

Después de un rato, llegó al hostal donde se quedó Porthos. Entró, se sentó en una mesa y pidió el desayuno. El dueño le dijo:

—¿Viene a preguntar por su amigo Porthos, verdad?

D’Artagnan se sorprendió, no creyó que lo fueran a reconocer.

—¡Así es! —contestó nuestro héroe—. Él es mi compañero de viaje. ¿Dónde está? Dijo que nos iba a alcanzar y nunca lo hizo.

—Su amigo nos ha hecho el honor de quedarse con nosotros —dijo el hostelero con una voz que parecía algo molesta—. De hecho, estamos un poco preocupados.

—¿Por qué lo están?

—Por algunos gastos que ha hecho su amigo en este lugar.

—Pues entonces Porthos lo pagará todo.

D’Artagnan subió a su cuarto pensando: “de seguro mi amigo perdió todo su dinero y ahora está enojado porque le cobran la cuenta. Debo tener mucho cuidado al entrar al cuarto”. Para su fortuna, no pasó nada. En cuanto lo vio, Porthos se puso de muy buen humor. Por eso contó lo que le pasó:

—Cuando se fueron, yo iba ganando la pelea. Nuestras espadas se cruzaron muchas veces, pero siempre fui más fuerte. Ya iba a acabar con él, cuando me pegué con una piedra en la rodilla. Entonces el hombre se escapó y yo tuve que quedarme aquí.

Platicaron un poco más. Después D’Artagnan partió, todavía necesitaba encontrar a sus otros dos amigos.

Galopó un buen trayecto, y encontró la posada donde dejaron a Aramis. Ahí lo atendió una hostelera.

—Buena mujer, ¿podría decirme qué pasó con un amigo al que dejé aquí hace unos días?

—¿Se refiere a uno muy guapo, dulce y amable? —preguntó ella—. Y que además, ¿está herido en un hombro? Pues él sigue aquí, pero no creo que pueda atenderlo. Ahora está con el sacerdote.

—¿Acaso está muy enfermo? —preguntó muy nervioso D’Artagnan.

—Nada de eso, pero me dijo que está decidido a entrar en la religión.

 

D’Artagnan subió las escaleras y se encontró a Aramis platicando con el sacerdote. El mosquetero lo saludó con mucha tranquilidad. ¡Era como si lo hubieran cambiado por otro!

—Ahora ya no me interesa nada más que la religión y nuestro Dios —dijo Aramis.

—Oh, eso me parece muy bien —contestó D’Artagnan—. Y como ya no te importa nada más que lo espiritual, ya no tiene caso que te entregue esta carta. De seguro es de alguna mujer que te ama. Cuando pasé por tu casa me pidieron que te la diera. Pero veo que ya no te interesa.

—¡No juegues conmigo! —dijo Aramis, que estaba muy enamorado de cierta mujer y esperaba que esa carta fuera de ella.

D’Artagnan se rio, porque nunca había visto a su amigo tan enojado. Después de molestarlo un poco más, le dio la nota. Al abrirla, la cara de Aramis cambió por completo. ¡Se veía feliz!

Bajaron a comer y platicaron mucho tiempo. Aramis ya no se volvería religioso, porque la mujer a la que amaba, también lo quería a él. Por eso se fue a buscarla.

—¡Y yo iré por Athos! —dijo D’Artagnan. Luego se despidió de su amigo y partió.

Al llegar al hostal donde se quedó Athos, le dijo muy enojado al encargado:

—¿Te acuerdas de mí?

—No, señor. Lo lamento.

—Soy amigo del hombre al que acusaste de pagar con moneda falsa.

—Por favor, no me hable sobre eso —dijo el hombre mientras se ponía pálido—. He sufrido mucho por mi error. A mí me dijeron que un falso monedero, con sus ayudantes, estaba en la zona. Además, me explicaron que venían disfrazados de mosqueteros.

—Ahora entiendo todo lo que pasó. Fue una trampa del cardenal. Pero dígame, ¿dónde está mi amigo?

—Cuando usted se fue, el mosquetero acabó con tres hombres y luego se metió en la bodega. Luego puse la llave para que no saliera y fui con el gobernador. Él me dijo que me equivoqué y que mi prisionero no había hecho nada malo. Entonces regresé, pero su amigo se puso como loco y no dejó que nadie entrara por él.

—¡Sigues sin decirme dónde está! —gritó D’Artagnan.

—Su amigo sigue ahí encerrado.

—¿Lo tienes prisionero? —dijo el joven con su mano en la espada.

—No, señor. Él se quiere quedar ahí, y le voy a agradecer mucho si lo saca —dijo el hostelero— ¡Se ha comido toda la carne y el pan! ¡Yo creo que ya se terminó el vino!

D’Artagnan se echó a reír. En ese momento llegaron dos ingleses a pedir comida, pero como Athos estaba en la bodega, el hostelero les explicó por qué no había nada. Ellos se enojaron e intentaron tirar la puerta. D’Artagnan le gritó a Athos:

—¡Amigo, soy yo! Dos hombres quieren entrar a tu nuevo palacio. Abre la puerta y yo te ayudaré a acabar con ellos.

Los hombres tomaron sus espadas y golpearon la puerta, pero de pronto se escucharon dos disparos. ¡Era Athos disparando! Ellos corrieron y dejaron el lugar de inmediato.

Athos salió y le contó cómo se comió casi toda la comida de la bodega. Los amigos estaban felices de encontrarse de nuevo.

Mientras los tres mosqueteros concluían sus propios asuntos, D’Artagnan no dejó de investigar lo que pasó con su amada señora Bonacieux. Un día iba caminando por la calle cuando vio al hombre de la cicatriz en la cara.

—¡Esta vez no se me escapa! —gritó en la calle.

El hombre se dio cuenta que lo estaban persiguiendo, así que corrió más rápido. De pronto, se encontró en un callejón sin salida. Nuestro héroe lo alcanzó y sacó su espada.

—¡Ahora no pasará lo de siempre! —dijo feliz D’Artagnan.

El hombre no soltó ni una palabra y sacó su espada. ¡La lucha fue feroz! Aunque D’Artagnan era rápido, el hombre era más fuerte. Varias veces se cortaron la ropa y se hicieron pequeños rasguños. Esa fue la pelea más pareja de la historia. Ya los dos estaban muy cansados cuando llegaron los ayudantes del hombre y se lo llevaron. D’Artagnan los siguió y vio que entraron a una casa.

En la noche, nuestro héroe fue a ese lugar acompañado de los tres mosqueteros. Con mucho esfuerzo lograron ver por una ventana del piso superior. ¡Ahí estaba la señora Bonacieux!

Como los cuatro iban armados con pistolas y espadas, decidieron entrar en ese momento a rescatarla.

—¡Uno para todos y todos para uno! —dijeron.

Porthos, que era el más fuerte, rompió la puerta de una patada. Luego entraron los demás, pensando que se iban a encontrar con un ejército. Pero, ¡no había nadie! Sólo una mujer que cuidaba la puerta del cuarto donde estaba la señora Bonaciuex.

Al entrar, ella abrazó a D’Artagnan con mucho gusto. Al salir de ahí, nuestro héroe vio a lo lejos al hombre de la cicatriz. ¡Se estaba escapando de nuevo!

Aunque nuestro héroe estaba muy molesto porque no atrapó a su enemigo, los cuatro amigos regresaron a sus casas. Necesitaban descansar mucho, porque de seguro, al día siguiente tendrían una nueva aventura.