De pronto, el duque lanzó un grito terrible:
—¡Me han robado! ¡Eran doce diamantes y sólo están diez!
—¿Quién pudo ser? —preguntó D’Artagnan.
—¡La condesa de Winter! Ella se acercó a mí en un baile y los vio. Seguro fue ella —respondió el duque.
De seguro ya te diste cuenta que esa condesa es Milady, a quien el cardenal le ordenó que robara los aretes.
Como faltaban cinco días para que el rey de Francia diera la fiesta, al duque se le ocurrió mandar a hacer los dos diamantes que faltaban. Para eso mandó llamar a su joyero.
—¿Cuánto tiempo se tarda en cortar un diamante así? —le preguntó el duque.
—Ocho días, mi señor —le contestó el joyero.
—Le pagaré el triple si los tiene para pasado mañana.
Buckingham llevó al hombre a una habitación para que trabajara ahí. Luego les dio órdenes a los guardias para que nadie entrara. No quería interrupciones, ni que supieran qué pasaba ahí dentro.
Dos días después los aretes estaban listos. ¡Eran perfectos! Ni el más experto podría notar la diferencia entre éstos y los originales. El duque llamó a D’Artagnan y le dijo:
—Aquí están los aretes que viniste a buscar. Dile a la reina que hice todo lo que pude para ayudarla. Ten esta carta con la que podrás salir de Inglaterra. Ya está todo preparado para ti: un caballo y un barco que te llevará a Francia.
Y así, D’Artagnan regresó muy veloz a su país.
Al día siguiente, todo el mundo hablaba sobre el baile. A las ocho llegó el rey y todos se pararon para verlo entrar. Luego se sentó en su trono. Algunas personas dijeron que se veía triste. Después de media hora la música se detuvo, la reina estaba entrando al salón.
Los ojos del rey miraron las orejas de la reina. ¡No traía puestos los aretes! Luego, el rey y el cardenal se dijeron algunas palabras. Después de un rato, comentó el rey:
—Señora, ¿por qué no se ha puesto los aretes que le di?
La reina vio que el cardenal estaba detrás del rey, y que tenía una sonrisa malvada.
—No los traje porque hay muchas personas aquí. No me gustaría que les pasara algo malo. Están en el palacio, ¿quieres que los mande pedir?
—Sí, que los traigan. —contestó el monarca.
Cuando la reina se alejó, el cardenal le dio al rey una pequeña caja con dos diamantes.
—¿Qué significa esto? —preguntó el rey.
—Nada —respondió el cardenal—. Estoy seguro que la reina no traerá los aretes, pero si lo hace, le van a faltar dos diamantes. ¿Pregúntele quién se los robó?
Al poco tiempo, la reina lució sus hermosos aretes. ¡Se veía hermosa con ellos! Entonces, llegó el rey, muy molesto a decirle:
—Veo que te pusiste los aretes. Ten, estoy seguro que te faltan estos diamantes —dijo el rey, mientras le ponía los otros dos en la mano.
—¿Cómo? ¿Me das otros? —preguntó la reina—. ¡Con estos ya tendré catorce!
El rey contó los diamantes. ¡Había doce en los aretes! Además de los que le entregó.
El rey llamó al cardenal.
—Y bien —dijo el rey muy molesto—, ¿qué significa esto?
Como el cardenal era un hombre muy inteligente, respondió rápido:
—Es sólo que yo quería darle esos diamantes a la reina, pero como no me atrevía, se los entregué a usted.
Esa noche, al llegar a su casa, D’Artagnan encontró una carta que decía: “Quiero darte las gracias, hoy nos vemos a las diez frente al parque” C.B.
¡C.B. significaba Constance Bonacieux! Es decir, la hermana del comerciante y la mujer de la que estaba enamorado nuestro héroe.