David Copperfield página 5

—¡Claro que es sincero! Sólo pienso en ella —contesté.

—Pues bien, mi hermana Clarisa y yo, Lavinia, hemos decidido que lo recibiremos a usted, señor Copperfield, todos los domingos —dijo la otra tía.

—¡Oh, gracias, señorita! —exclamé alegre.

—De lunes a sábado lo recibiremos a la hora del té, dos veces por semana, y no más, ¿de acuerdo?

Yo estaba demasiado contento. Estuve a punto de pararme y abrazar a las dos mujeres.

Cuando salí de casa, le escribí una carta a mi amiga Inés para darle las gracias. Si ella no me hubiera dicho que les escribiera a las tías de Dora, yo seguiría triste y sin saber qué hacer.

¡Me iba a casar con Dora! Las señoritas Lavinia y Clarisa me dieron su mano. Después de eso, ellas arreglaron a la novia. Dora se veía hermosísima, parecía una muñeca.

Mi queridísima Peggotty fue para ayudar. Primero limpió de arriba abajo. Quitó el polvo y frotar todo.

No sabía si mi amigo Steerforth iría a la boda. Le escribí dos veces, pero no me contestó nada. No entendí por qué tanto silencio por parte de mi querido amigo.

Por fin el día de la boda. El templo estaba silencioso. Al contrario, yo saltaba de un lado para otro.

“¿Sueño ahora o todo es real?”, pensé. Dora entró y se puso a un lado de mí. Apareció el sacerdote y la gente se reunió.

“¿Estoy soñando todavía?”, seguí pensando. Empezó la ceremonia. Todos parecían muy contentos. La señorita Lavinia comenzó a llorar. Mi tía quería hacerlo pero se aguantó las lágrimas. 

—¿Acepta a Dora como esposa? —preguntó el sacerdote.

Yo le dije que sí.

Todo terminó. Al volver a casa, atravesé la iglesia con mi esposa del brazo.

No había visto a Steerforth entre los invitados. “¿Por qué se ha portado conmigo de esa manera? No me importa saberlo. No seré yo quien vaya detrás de él”. Pensé.

La vida en nuestro hogar era tranquila. Pero ni Dora ni yo sabíamos hacer nada de comer, ni limpiar, o esas cosas que los matrimonios hacen. Teníamos una empleada, Mariana, y ella se ocupaba de todo.

La muchacha se aprovechó de que no sabíamos hacer nada. Por su culpa Dora y yo tuvimos nuestra primera pelea como esposos. Sucedió en una ocasión que Mariana se tardó mucho tiempo en darnos de comer, y yo le dije a mi esposa que debíamos regañarla.

—No puedo hacer eso —dijo Dora, mientras se puso a llorar.

—A veces me pareces una niña consentida y quieres que todos te traten como una muñeca —le dije muy molesto.

Ella comenzó a llorar más, pero la abracé y todo se calmó. Mariana nos dejó al poco tiempo, así que Dora y yo tuvimos que hacerlo todo. ¡Pero no sabíamos ni comprar un melón!

Luego me hice un procurador y escritor más famoso. Así que todo mejoró. Compramos un perro llamado Jip y nuestra relación funcionó muchísimo mejor.

Hice editar un libro y tuve mucho éxito. Por todas partes recibía felicitaciones y halagos. ¡Dora estaba muy orgullosa de mí! Y también en esa época recibí una carta del señor Micawber que decía algo así:

Estimado señor: como ahora es un hombre exitoso, ya no lo puedo tratar igual que antes. No merezco su amistad. Pero necesito verlo, a usted y a su amigo Traddles. Necesito contarles algo que ya no puedo callar. Viajaré a Londres, pero mi esposa no lo sabe. Espero que vayan a la cita.

Wilkins Micawber.