Cuentos de fantasmas página 6

—Creo que no ha estado con nosotros, sino en contra de nosotros.

—No lo entiendo. Entonces, ¿por qué le hizo más fácil su trabajo?

—Al principio creí que quería mostrar su simpatía por mí. Yo estaba tan emocionado con el trabajo, que pensé que así era. Ahora me doy cuenta de que fue un error. ¡Él quería comunicarse! ¡Sólo era su forma de decirnos que está aquí!

—No sé, no lo creo…

—Está aquí para protestar. No quiere que nos metamos en su vida.

—Entonces… ¿usted quiere renunciar?

Él se quedó callado. Se vieron durante unos instantes y ella casi gritó:

—¡Tiene miedo!

Después de esto se separaron varios días. Luego él regresó, como si nada hubiera pasado. Entró a la casa y dijo:

—Sí, claro que tengo miedo. Y ahora me doy cuenta de que usted no.

—¿A qué le teme? —preguntó ella.

—A que si continúo trabajando en su biografía, se me va a aparecer.

—¿Y si eso pasa?

—Entonces, sí, tendría que renunciar.

Entre los dos decidieron que él subiría a trabajar. De pasar algo gritaría para que ella subiera. La mujer se quedó abajo para esperarlo. En realidad no tuvo que quedarse ahí mucho tiempo. Casi acababa de subir cuando bajó corriendo.

—Renuncio —dijo Jorge.

El pobre joven estaba pálido, sus piernas temblaban al igual que su voz.

—Entonces, ¿lo ha visto?

—Sí, estaba en la puerta. No me permitió entrar.

—¿Le dijo algo?

—Sí, me dijo que debo renunciar.

Él se sentó en un sofá mientras ella subía. La señora Doyne se tardó un poco más. Nunca quiso contarle a nadie lo que vio. Lo único que dijo es que era la cosa más terrible que se podría imaginar alguien. Desde ese día no volvió a ser la misma.

Cuando bajó de las escaleras, Jorge se espantó sólo de mirarla. Nunca había visto a alguien con tanto miedo.

—¿Qué pasó? —le preguntó Jorge.

—Renuncio —dijo ella.

LA LEYENDA DE CIERTAS ROPAS ANTIGUAS

A mitad del siglo XVIII ocurrió algo que le provocó mucho miedo a la gente. Nadie sabe si la historia fue real, pero algunos creemos que fue cierta. En Estados Unidos, en Massachusetts, para ser exactos, vivía una mujer con sus tres hijos: Bernard, el más grande, y dos hermosas niñas, Rosalinda y Perdita, que era la menor.

Bernard era un chico sano y fuerte, pero la verdad es que no era muy listo. Su padre sí lo había sido, por eso le dijo a su esposa antes de morir:

—Prométeme que Bernard irá a estudiar a Oxford.

Oxford está en Inglaterra, así que se tenía que tomar un barco que tardaba muchos días en llegar. Bernard se fue y estuvo ahí durante cinco largos años. Para su madre fue demasiado tiempo. Él, en cambio, se divirtió mucho y conoció a grandes amigos. Uno de ellos fue Arthur. Un joven rico, elegante, siempre bien vestido y muy guapo. Además de todo esto, había viajado por todo el mundo y era divertido.

—Acompáñame a Estados Unidos —le dijo Bernard a Arthur—. Así conocerás a mis hermanas y a mi madre. Nos la pasaremos muy bien.

Y así, los dos amigos fueron a la casa de Verónica Wingrave, que, como ya habrás adivinado, es como se llamaba la mamá de Bernard. Al llegar, encontró su hogar muy cambiado. Sus dos hermanas se habían convertido en unas señoritas.

—Mamá, mis hermanas son tan bellas como la más hermosa de Inglaterra —dijo Bernard.

Claro, la madre se puso muy contenta al escuchar esto y, por supuesto, se lo dijo a sus hijas, quienes bailaron de felicidad. Aunque poco, porque no estaba bien visto que las señoritas de aquella época bailaran solas.

Arthur estaba de acuerdo con su amigo: «qué bonitas son sus hermanas», pensaba. Es tiempo de hablar de ellas. Rosalinda era la más grande. Era muy hermosa, rubia y alta. Nadie vestía mejor que ella en toda la ciudad. Siempre llevaba el cabello en una larga trenza. Era la elegancia hecha mujer. Perdita, en cambio, más bien parecía un niño travieso. Sus ojos siempre estaban buscando algo divertido. Sus manos y pies eran pequeños pero ágiles.

Las hermanas se pusieron muy felices de ver a Bernard de nuevo, pero hubo algo que les llamó más la atención: Arthur. Ellas conocían a muchos jóvenes, pero ninguno se comparaba con éste que había viajado por todo el mundo. Sabía francés y alemán. Era tan elegante que cuando estaban frente a él, no podían ni hablar.

Arthur se dio cuenta que las dos hermanas eran muy atractivas. ¡No sabía cuál de las dos le gustaba más! «Tengo la impresión de que me casaré con una de ellas», pensaba. No hizo nada más que seguir lo que le dictaba su corazón. Las hermanas no platicaron entre ellas sobre Arthur, pero sin decir una palabra, se hicieron una especie de promesa: quien perdiera la batalla por su amor, no se enojaría.

Así pasaron algunos meses. Hubo un coqueteo entre los tres. ¡Era de lo más emocionante! La madre y Bernardo no se podían dar cuenta de nada, así que todo se hacía por medio de miradas discretas y algunos roces de las manos. Las chicas comenzaron a vestirse bien todos los días. Se ayudaban entre ellas, y no se hacían trampas.

Una tarde, Rosalinda estaba observando por la ventana. De pronto, vio a Perdita en el jardín. Al entrar a la casa, cerró la puerta con mucho cuidado para que nadie la escuchara. Llegó al cuarto y Rosalinda preguntó:

—¿Dónde estabas, hermanita?