No sé por qué, pero de pronto, casi gritando le dije:
—¡Usted ha visto un fantasma!
Él no se ofendió. Se mantuvo tranquilo.
—Está usted en lo cierto —me contestó—. Para mí los fantasmas no están en los libros. Yo los he visto con mis propios ojos. He visto el espíritu de una persona muerta frente a mí, así como lo estoy viendo a usted.
—¿Fue una experiencia terrible? —le pregunté.
—Soy un viejo soldado, no me asusto con facilidad —contestó.
—¿Dónde lo vio? ¿Cuándo fue? —quise saber.
En ese momento me di cuenta de que estaba haciendo muchas preguntas. Me dijo que no me podía dar más detalles y cambiamos el tema.
—Soy el capitán Diamond —dijo. Luego se levantó y se fue.
Pregunté a dos o tres personas lo conocían, pero todos me dijeron que no. Luego me di una palmada en la frente. «¡Ya sé quién podía tener detalles de su vida!», pensé. Había una mesera que sabía todo sobre todos. Además, yo me llevaba muy bien con ella. Estaba al tanto de cada uno de los chismes del pueblo. Cuando yo le preguntaba de dónde sacaba la información, sólo decía: «Me lo cuenta un pajarito».
Fui al restaurante donde trabajaba Deborah (así se llamaba) para ver si tenía noticias del capitán Diamond. Me dijo que años atrás se comentó mucho sobre él. Que estuvo metido en un gran escándalo.
—¿Qué escándalo fue ése? —le pregunté.
—Al parecer… ¡mató a su hija!
—¿Cómo fue? Me lo tienes que contar —dije entusiasmado.
—Oh, creo que no te va a gustar esto. No la mató con una pistola, o con veneno, ni con un cuchillo… ¡la mató con palabras! Le lanzó una maldición horrible que acabó con su vida.
—¿Qué había hecho la chica?
—Al parecer tenía un novio que metió una vez a su casa y su papá no quería.
—¡La casa! —exclamé—. Una casa de campo en un cruce de caminos…
—¡Tú sabes algo de la casa! —me dijo Deborah.
—Un poco —contesté—, pero me gustaría conocer más.
La mesera se quedó callada de pronto. Ya no quería decir nada. Al parecer le daba miedo hablar sobre eso.
—¿Qué te puede pasar si hablas sobre la casa? —pregunté.
—Mucho —contestó—. Una amiga mía lo hizo, y luego murió. Me lo contó y a los tres días estaba muy enferma. Al mes dejó este mundo.
—¿Te dijo algo extraño?
—Sí, pero también ridículo. Puede ser tenebroso y divertido. Pero no, no me insistas, no diré ni una sola palabra.
Me di cuenta que no contaría nada, así que me despedí. Luego volví a comer ahí varias veces, hasta que un día me preguntó:
—¿Qué tienes? Pareces enfermo.
—Debo decirte la verdad. La curiosidad por la casa me está matando. ¡Ya no puedo ni dormir!
—Bueno te voy a contar, pero si me pasa algo, es tu culpa.
Yo me reí y le dije que sí. Luego me contó la historia del capitán.
—Era un hombre muy enojón. Quería mucho a su hija, pero no le gustaba que desobedeciera. Ella tenía un novio al que quería mucho. Un día, el señor vio que el joven estaba desayunando en la casa. El señor se enojó tanto que lo corrió y lanzó una terrible maldición contra la chica. Luego le gritó que se fuera de la casa. Después se salió a dar un paseo para estar más tranquilo. Cuando regresó, vio una nota que decía «Su hija ha muerto, me llevé su cuerpo porque la quiero mucho». Claro, esa nota la dejó el novio. El capitán no creía que su hija hubiera muerto, pero ¡a la semana se le apareció el fantasma! El viejo se sintió mal, porque ya no estaba enojado, sino triste. Por eso decidió vender la casa.
—Yo no viviría ahí —interrumpí.
—Ni tú ni nadie. Por eso no la pudo vender. Ahí estuvo seis meses. Como no tenía nada más, iba a convertirse en un mendigo. Al fin tomó sus cosas y ya se iba a salir, cuando se acercó el fantasma y le dijo: «déjame la casa, la quiero para mí. Yo te pagaré el alquiler». El capitán aceptó y cada tres meses va por su dinero.
Me reí mucho de esta historia, aunque podía ser cierta. Yo vi al capitán yendo a recoger el dinero.
—¿Con qué moneda paga el fantasma? —le pregunté.
—Con buenas monedas de oro y plata. Pero eso sí, todas son viejas. De antes de que muriera la muchacha.
Pasaron los días y ni a Deborah o a mí nos pasó algo por contar la historia del fantasma. Busqué varias veces al capitán en el cementerio, pero no lo encontré. Entonces pensé: «tiene que ir a cobrar su dinero al final de este mes. Iré a buscarlo allí».
Acudí a fin de mes a la misma hora y no me equivoqué. Al poco tiempo de esperar, el viejo llegó. Hizo el mismo ritual con el sombrero para entrar y lo perdí de vista. Me asomé y de nuevo vi la sombra. Al poco rato salió el viejo, hizo sus fantásticos saludos y se fue.
Después de un mes me lo volví a encontrar en el cementerio.
—Lo he buscado tanto —le dije.
—¿Qué quiere usted de mí? —me preguntó.
—Gozar su conversación. La disfruté mucho el otro día.
—¿Le parezco divertido? ¿Piensa que estoy loco?
—¡Claro que no! —le dije.
—Debes saber que soy la persona más cuerda de este lugar.
Seguimos hablando y el viejo terminó por contarme su historia. Yo fingí que no sabía nada. Cuando terminó, le pregunté:
—Su hija, el fantasma, ¿ya lo perdonó?
—Me ha perdonado como lo hacen los ángeles. Y eso me hace daño: su mirada dulce y tranquila.
Yo le dije que todo estaría bien, pero no me escuchó. Me preguntó mi nombre y yo le di un libro.
—En la primera hoja viene mi nombre —le dije.
Me agradeció el regalo y se fue.
Tuve que esperar muchos días para que el viejo fuera a cobrar su dinero de nuevo. Vi cómo entró y cómo salió. Ya se iba cuando me acerqué para hablarle.
—¿Qué hace usted aquí? —me preguntó furioso.
—Sabía que estaba en este lugar y vine a verlo.
—¿Cómo lo supo?
—Usted me contó la mitad de la historia. Yo investigué lo demás.
—Es muy listo —me dijo el señor—. Me imagino que le gustaría conocer la casa por dentro.