Cuentos de Antón Chéjov página 7

Al llegar, en vez de portero, vio al mismo signo hablando de entusiasmo, indignación, enojo… La pluma que traía en la mano también parecía un signo de admiración. Efim la metió en tinta y firmó:

«¡Efim Perekladin, secretario colegiado!».

Escribió su nombre y los signos con entusiasmo. ¡Él tenía sentimientos y su nombre también!

UNA NOCHE EN EL CEMENTERIO

—Cuente usted uno de miedo, Iván.

Iván se retorció el bigote, tosió, se acercó a las señoritas y comenzó:

—Mi cuento empieza como empiezan todos los cuentos rusos: Hacía mucho frío. Estaba celebrando el Año Nuevo en casa de un viejo amigo. Debo decir a que a mí no me gusta esa fiesta. El Año Nuevo es tan malo como el Viejo o tal vez peor.

Así, pues, yo estaba muy triste… En el momento en que salí de la casa de mi amigo dieron las dos en el reloj de la catedral. Hacía tanto frío que ni un oso polar lo soportaría. La calle estaba muy oscura. Además, llovía. El viento veloz producía notas horribles: aullaba, lloraba, gemía, silbaba. Parecía que la orquesta de la Naturaleza estaba dirigida por una bruja.

«La vida es muy complicada», pensé.

Iba atravesando oscuros y angostos callejones. No encontré un alma ni oí algún sonido. Comencé a tener un miedo inexplicable. Miedo que se convirtió en horror cuando comprobé que me había perdido.

—¡Cochero! —grité.

Nadie respondió. Entonces decidí caminar derecho pensando que llegaría a una calle grande, con faroles y gente. Entonces me eché a correr…

No recuerdo cuánto tiempo estuve corriendo. Sólo sé que tropecé y me di un doloroso golpe contra un objeto extraño. Aunque no le veía, al tocarlo noté que era frío, húmedo y muy liso. Me senté encima de él para tomar aliento. Entonces encendí un fósforo y vi que estaba sentado sobre una tumba. Me asusté al ver la lápida. Cerré los ojos y me levanté de un salto.

—¡Dios de los cielos, he venido a parar al cementerio! —dije cubriéndome la cara con las manos.

 

No me espantan los cementerios ni los muertos. Hace tiempo que no me asustan los cuentos de brujas; pero, al verme entre las silenciosas tumbas, en aquella noche oscura, con el viento gimiendo, noté que se me ponían los pelos de punta.

—¡Imposible! —trataba de calmarme a mí mismo—. Es una ilusión, una alucinación.

De pronto oí pasos. Alguien avanzaba lentamente hacia mí, pero no se trataba de pasos humanos. Eran demasiado silenciosos y cortos para ser de un hombre.

«¡Será un muerto!», pensé.

Finalmente, el misterioso ser llegó hasta mí. Me rozó la rodilla y suspiró. De pronto oí un grito horrible. No podía abrir los ojos. Me parecía que si los abría vería, una cara pálida, amarillenta y huesuda.

—¡Dios mío, haz que llegue pronto la mañana! —rezaba yo temblando.

Pero antes de que amaneciera tuve que pasar otro miedo espantoso. Sentado en la losa y oyendo los alaridos del habitante de la tumba, percibí nuevamente ruido de pasos. Alguien se aproximaba hacia mí.

El segundo habitante salido de su tumba suspiró y, después de un minuto, una mano huesuda y fría cayó sobre mi hombro… Me desmayé.

—¿Y qué pasó? —le preguntaron las señoritas.

—Recobré el conocimiento en un pequeño cuarto. La luz del sol apenas entraba por un hueco.

«Los muertos me han arrastrado a su tumba», pensé. Pero ¡me puse muy feliz al oír voces humanas tras las paredes!

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó una voz.

—Junto a la tienda de artículos funerarios, señor —respondió otra voz—. Donde están expuestos los panteones y las cruces. Estaba sentado abrazando a una estatua. A su lado estaba el perro de la tienda aullando.

Las señoritas que escucharon se rieron mucho y luego dejaron solo a Iván.

Todo había estado en su imaginación, pero era una buena historia para asustar a la gente, aunque el final revelara la verdad.