Yo, por mi parte, no hice nada. No moví el barco. Si nos hundíamos, nadie nos encontraría jamás.
—Les autorizo a correr cualquier riesgo para salir de aquí —dijo el director.
—No haré nada —le contesté molesto.
Al director le sorprendió el tono en el que le hablé, y me dijo:
—Bueno, usted es el capitán. Ya sabrá qué hacer.
Yo me quedé callado.
—¿Cree que nos vayan a atacar? —preguntó el director.
Yo no creía que nos fueran a hacer daño. La razón era simple, al acercarse a nosotros en sus pequeñas balsas, se perderían por la niebla. Nosotros no podíamos ver nada, pero los salvajes tampoco. Además, ellos no nos estaban atacando, ¡se estaban defendiendo!
Para nuestra fortuna, no pasó nada durante la noche. Al llegar el día, pude ver un paso para continuar. Prendí el barco de vapor y avanzamos. El camino era más estrecho de lo que pensé. De un lado había un banco de arena y del otro una orilla elevada. ¡Logramos cruzar sin atorarnos!
De pronto, escuché un zumbido cerca de mí. Me asomé de un lado y vi lo que sucedía: ¡nos estaban atacando con flechas! Entré rápidamente a cerrar las ventanas de la cabina. Alcancé a ver a muchos hombres en la orilla del río. Casi todos llevaban arcos.
—¡Sigue en línea recta! —le grité al hombre que estaba en el timón.
Él estaba muy espantado. Todo su cuerpo temblaba.
—¡Tienes que estar en calma! —le grité.
Pero no me hizo caso, así que tuve que ir al timón. Al llegar, escuché un gran estruendo. ¡Los agentes estaban disparando sus rifles! A mí lo que me daba miedo es que las flechas estuvieran envenenadas. De inmediato di la vuelta hacia la orilla más profunda. Así navegaría con mayor facilidad.
Al poco tiempo se acabaron los disparos. ¡Se vaciaron los cargadores! Luego escuché un zumbido e hice la cabeza para atrás. ¡Una flecha estuvo a punto de darme!
Así, de la nada, los gritos de los salvajes se acabaron. Ya no hubo más flechas. Los agentes comenzaron a salir de sus escondites y yo pude dirigir el barco fuera de ahí.
Los agentes tenían tanto miedo que uno de ellos le dijo al director:
—Tenemos que regresar de inmediato. ¡No vamos a sobrevivir!
El director estaba callado, pues no sabía qué responder.
—¿Qué es eso de ahí, en ese bosque? —pregunté.
—¡La estación! —gritó emocionado.
Guié el barco hacia allá a media velocidad. Al acercarnos, un hombre blanco y curioso gritó:
—¡Hemos sido atacados!
—Lo sé —contestó el director.
—Pero venga, desembarquen. Ya no hay problema —dijo el hombre curioso.
El director y sus agentes bajaron del barco y fueron a la casa principal. Mientras tanto, el hombre que nos recibió subió a bordo y me dijo:
—No se preocupe por los salvajes. Son gente sencilla. Le recomiendo que siempre tenga vapor en la caldera para hacer sonar el silbato. Si algo malo pasa, eso los espantará más que mil rifles.
Luego me contó su historia y supe que él había vivido en la cabaña donde encontré el libro. Se lo di y dio un salto de emoción.
—¡Creí que ya no me quedaba ninguno!
—¿Qué son esas anotaciones? ¿Por qué están en clave?
—¡No es una clave, es ruso! —contestó mientras soltaba una carcajada.
—Dígame, ¿por qué nos atacaron los salvajes? —pregunté.
—No quieren que Kurtz se marche —dijo el hombre muy serio.
…
—Hábleme de Kurtz —le pedí al hombre curioso.
—Kurtz es algo así como el dueño del país. Todos los salvajes de todas las aldeas lo adoran.
—Es un hombre bueno, ¿entonces?
—No lo sé. Él llegó disparando y los salvajes nunca habían escuchado eso. Incluso un día me quiso disparar a mí porque yo tenía un cargamento de marfil. Me dijo: “dámelo, o no podrás contar nunca tu historia”.
Luego me dijo que Kurtz trabajaba demasiado, incluso cuando estaba enfermo. Mientras él me hablaba, yo veía con mis binoculares la maleza para buscar salvajes que quisieran atacarnos.
—Kurtz ahora está muy mal. Muy mal —dijo el curioso.