Estaba tan enojado que no pudo respirar bien. Me asomé un poco y vi que estaban muy cerca de mí.
—¿Qué tal ha estado tu salud desde que llegaste? —le preguntó el tío.
—Perfecta. En cambio, todos los demás hombres están enfermos. La mayoría no resiste este clima.
Al decir eso, señaló hacia los árboles. Fue como si dijera: ‘la selva acaba con todos’. A mí me dio mucho miedo y salté hacia atrás. Ellos me escucharon y gritaron porque también los espanté. Después se fueron de ahí, como si no me hubieran visto.
Unos días más tarde, la expedición Eldorado se metió a la selva. A los pocos días nos llegó la noticia de que todos sus animales de carga murieron. Por mi parte, yo estaba muy feliz porque en dos meses conocería a Kurtz.
El barco por fin funcionaba, así que partimos. El viaje fue muy complicado. En el río había grandes montículos de arena. Si le pegas a uno de ésos, ¡te quedas atorado! Otro gran peligro eran los troncos. Nuestro barco era tan delgado, que un tronco podría hacerle un gran hoyo.
—Vamos muy lento —me dijo alguien.
—Lo siento, es que no es sencillo navegar aquí. Imagina que vas en un vehículo con los ojos vendados y un camino terrible. ¡Así es aquí!
Durante el viaje, subimos a bordo a algunos salvajes de la selva. ¡Eran maravillosos! Nos ayudaron mucho. Cuando el barco se atoraba, ellos se bajaban a empujar.
En el barco iban el director y tres agentes más. Eso era todo. Ellos estaban aburridos, sólo se distraían un poco cuando pasábamos por alguna estación. Entonces salían de sus cabañas hombres blancos sorprendidos y contentos. Parecían muy extraños, como si estuvieran embrujados.
¿Te has preguntado cómo es navegar por un río en medio de una selva? Lo único que ves son árboles. Árboles y árboles. ¡Millones de ellos! Cuando estás ahí, te sientes pequeño. Como una hormiguita. Pero no pienses que eso me deprimía. ¡Al contrario! Me sentía como todo un valiente.
Como a medio día, el agua comenzó a meterse en el barco. No era mucha, pero nos hacía más pesados y viajábamos más lento. Es como si la selva nos hubiera dicho:
—Ni siquiera se les ocurra escapar.
Así fue como poco a poco penetramos más en el corazón de las tinieblas. Ahí todo era calma. A veces, a lo lejos, se escuchaban algunos tambores. Nada más. Era como si estuviéramos en otro planeta.
A veces nos sentíamos completamente solos, pero cuando al acercarnos un poco a la orilla, observábamos a cientos de hombres negros tratando de esconderse. En ocasiones me olvidaba de todo. ¡Ya ni podía recordar por qué estaba ahí!
Los hombres eran… diferentes. Aullaban, saltaban, se colgaban de las lianas, hacían muecas horribles. Sí, me aterraban. Aun así, seguimos viajando. A unos veinticinco kilómetros encontramos una cabaña. Eso fue inesperado. Bajamos a la orilla. Encontramos un letrero que decía: ‘Leña para ustedes. ¡Apúrense! Deben acercarse con mucho cuidado’. La firma estaba borrosa y no se podía leer.
Esa nota nos espantó más. ¿De qué debíamos cuidarnos? Dentro de la cabaña encontré un libro que recogí de inmediato. Trataba sobre barcos y navegación. Lo más extraño eran unas notas escritas a mano. ¡Estaban cifradas! Es como si estuvieran en clave.
Regresamos al barco y lo puse en marcha. La corriente era más rápida. Parecía que nuestra nave iba a desbaratarse en cualquier momento. Sin embargo, seguimos avanzando. El director parecía tranquilo, en cambio, yo ya estaba desesperado. ¡Ya quería conocer a Kurtz!
Llegamos a un sitio peligroso para navegar de noche. El director dijo:
—Será mejor que nos quedemos aquí hasta mañana.
—Tiene razón —le respondí. Al fin que tenemos mucha leña.
Al poco tiempo, la oscuridad nos cubrió por completo. Había un silencio absoluto. A las tres de la noche saltó un gran pez. ¡El ruido que hizo fue como el de un cañón! De pronto, comenzó a oírse un aullido.
—¿Qué es esto? —preguntó uno de los agentes lleno de miedo.
Otros agentes se metieron a la cabina por sus rifles. Pero no veíamos nada. La oscuridad era total.
Ordené que subieran el ancla. Así, si había problemas, podríamos huir. Lo malo fue que todos estaban muy espantados.
—¡Nos van a comer! —decían unos.
—No vamos a salir vivos de aquí —gritaban otros.
Los hombres blancos lloraban; en cambio, los negros sólo estaban alertas, pero tranquilos. Eso fue extraño, porque seguro tenían hambre. Aunque les pagábamos, en las aldeas no les vendían comida o estaban deshabitadas. ¿Por qué no nos atacaron? Es algo que todavía no comprendo. Ellos eran treinta y cinco y nosotros unos cuántos.
Dos de los agentes discutían:
—Los salvajes están a la izquierda —dijo uno.
—No, a la derecha —contestó el otro.
—Esto es muy serio —escuché que dijo el director. Espero que no le pase nada al señor Kurtz.
Me volteé para mirarlo y me di cuenta de que hablaba con sinceridad. El director es de esos hombres que saben mentir muy bien.