Ese animalito es parecido a un escarabajo, tiene seis patas y una especie de tenaza en la boca. Benedicto siguió al animal, para intentar atraparlo. De pronto, muy lejos de donde se encontraba la señora Weldon, ¡un ser gigantesco se lo llevó por entre los árboles y los arbustos!
La señora Weldon se preocupó porque el primo no aparecía. Lo buscaron por todos lados, pero no lo encontraron. Algunos pensaron que el prisionero había sido llevado a otro lado por orden de Alvez, peor no sabían por qué.
¡Pero Alvez no tenía al prisionero! Pronto descubrieron que la cárcel tenía un agujero que llevaba a la selva. De inmediato mandaron tapar y vigilar esa salida.
Entre tanto, una lluvia muy fuerte comenzó a caer. Todos estaban extrañados, pues ya no era temporada de lluvias. La reina Moina hizo llamar a un famoso brujo que vivía en el norte de Angola.
Tiempo después llegó el nuevo brujo haciendo sonar sus cascabeles. Era un hombre muy alto y fuerte. Comenzó a hacer una especie de baile muy extraño. Mientras lo hacía, caminó hacia donde estaba la reina Moina. Frente a ella, comenzó a danzar todavía más raro.
En un movimiento le tomó la mano a la reina, a pesar de que varios indígenas se opusieron. ¡El mago era tan fuerte que los rechazó de inmediato! Luego, el brujo se llevó a la reina a donde estaba Alvez. A los indígenas no les gustó cómo había aparecido aquel hombre. Cuando la reina y el mago estuvieron enfrente de la señora Weldon y del pequeño Jack, el mago agarró al niño, como si con él pudiera calmar la furia del agua.
Todo el mundo se espantó. Alvez porque pensó que iba a perder dinero; la señora Weldon porque creyó que el mago iba a lastimar a su hijo. Pero el mago tomó a la mujer, la cargó, ¡y se echó a correr! Aprovechó la distracción de los indígenas, que estaban enojados con Alvez por permitir que el brujo entrara de esa manera y tocara a la reina.
El mago siguió corriendo, saltó el cerco, atravesó Kazonndé y entró al bosque. Continuó andando hasta que vio una pequeña embarcación a la que se subió. Entonces, el mago dijo con voz clara:
—¡Mi capitán!, ¡aquí tiene a la señora Weldon y a Jack! ¡Vámonos!
El mago, para sorpresa de la señora Weldon no era otro que: ¡Hércules! Cerca de él estaba Dick Sand. ¡Y no estaba solo! También se encontraban ahí el primo Benedicto y Dingo.
La señora Weldon no podía creer lo que veía. ¡Dick Sand estaba vivo!
—¡Mi querido Dick! —dijo mientras lo abrazaba—. ¡Y tú, noble Hércules, me has salvado! ¡No te reconocí!
—La salvó a usted, como lo hizo conmigo; aunque no quiere aceptarlo —dijo Dick.
Hércules contó que había visto al primo Benedicto correr para atrapar a un insecto. Aprovechó para llevárselo, y así pudo saber dónde estaba la señora Weldon.
También contó que había encontrado a Dingo y lo usó para comunicarse con Dick Sand.
—Cuando me enteré que había llamado a un brujo, esperé a que llegara, le quite la ropa y me hice pasar por él —dijo el gran hombre mientras se reía con ganas.
—¿Y cómo salvaste a Dick? —preguntó la señora Weldon.
—Poco puedo contarles —respondió Dick—. Estaba bajo el agua y nunca pude liberarme de la cuerda con la que estaba amarrado. Me desmayé. Al despertar, Hércules estaba a mi lado cuidándome.
—¿Cómo salvó a Dick? —le preguntó la señora Weldon a Hércules.
—Pero, ¿quién dice que yo lo salvé? —contestó Hércules—. Creo que la corriente arrastró el poste hasta donde yo estaba.
En realidad, Hércules sí salvó la vida de Dick Sand, pero no quería decirlo.
—Lo importante —dijo Dick—, es que estamos otra vez juntos. Ahora debemos huir de esos hombres tan malvados. Hay que llegar a la costa antes de que Negoro nos encuentre.
Decidieron viajar sólo de noche para evitar ser capturados. Dick se encargaba de conseguir alimentos, cortaba verduras y, cuando era posible, cazaba animales.
Un día, Dick estaba sólo. Iba a casar a un venado cuando vio a otro cazador que, sin duda alguna, iba a quitarle su presa. Dick Sand no quiso moverse de su lugar. Ese cazador que competía con él, ¡era un enorme león!
La fiera miraba a Dick. El joven capitán se quedó quieto, ¡no se movió ni un centímetro! Pasaron así unos minutos hasta que el animal tomó a la presa que tanto él como Dick buscaban y se fue corriendo. ¡Qué alivio sintió Dick cuando lo vio marcharse!
Dick y sus amigos continuaron su viaje. El capitán vio restos de cabañas. Comprendió que era posible que se encontraran con caníbales en esa selva, así que decidió andar con mucho cuidado.
Un día vieron una aldea de indígenas. Todos tuvieron mucho miedo. Navegaban en la balsa con mucho cuidado sobre el pequeño río. Dick vio a un par de indígenas que hablaban muy cerca del agua. ¿Serían descubiertos?
Al parecer, los hombres discutían y de pronto, ¡llegaron otros seis más! En la balsa todos estaban callados. Incluso, Dick tomó del hocico a Dingo para que no ladrara. Además, el joven capitán cubrió la balsa con hierba para que pasara desapercibida en la oscuridad. Quizá así no la verían.
Esos hombres estaban sacando una red del agua. Nuestros héroes tuvieron tan mala suerte que lograron hacerlo justo cuando la balsa pasaba frente a ellos.
Un indígena lanzó un grito. ¿Se habían dado cuenta de la balsa? No fue así, el hombre gritó por alguna otra razón. Ellos nunca se dieron cuenta de nuestros amigos, así que siguieron su viaje. Dick vio que el arroyo se ensanchaba y comprendió que se encontraban en el río Zaire.
De pronto, escucharon un ruido extraño, como de agua cayendo. El joven capitán puso atención y se asustó:
—¡Son unas cataratas! ¡Tenemos que ir a tierra de inmediato!
Hércules hizo caso. Orilló la balsa a la izquierda, donde se elevaban unos árboles enormes. Dick Sand vio aquel territorio, y supo que estaba habitado por caníbales. Lo malo fue que no había otro camino para continuar, así que siguieron por ahí.
Dingo se puso muy nervioso, comenzó a ladrar y se echó a correr mientras olfateaba el suelo. Dick Sand lo siguió. De pronto se encontraron frente a una choza en ruinas. Dingo aullaba afuera de la casa.
Entraron en la choza. No había nadie ahí. En el fondo estaban escritas dos grandes letras rojas, casi borradas, pero que todavía podían leerse. Dingo estaba frente a ellas.
—¡S. V.! —exclamó Dick Sand—. Son las letras que nuestro perro lleva en el collar, y las mismas que reconoció en La Pilgrim.
También encontraron una cajita oxidada con un trozo de papel que decía:
“Traicionado… robado por mi guía Negoro… 3 de diciembre de 1871… aquí… lejos de la costa… ¡Dingo! ¡Ayuda! Samuel Vernon”.
El perro soltó otro aullido y salió rápidamente de la choza. Dick y los otros salieron corriendo. ¡Dingo estaba atacando a un hombre! De seguro ya sabes quién es: ¡Negoro! Él había dejado a sus compañeros para recoger un tesoro que dejó en esa vieja choza.
Entre varios agarraron al cocinero y le obligaron a decirles dónde se encontraba el señor Vernon. No tuvo más opción que guiarlos hasta allá.
Los llevó a una aldea muy bien construida. ¡Ahí estaba! Lo liberaron con poco esfuerzo, porque sólo había un par de indígenas. ¡Dingo se puso muy contento de ver a su amo! Mientras tanto, para castigar a Negoro, lo dejaron encerrado ahí mismo donde antes había estado el señor Vernon.
Luego de separarse de Dingo y del señor Vernon, Dick y sus amigos continuaron su viaje hasta que se encontraron con unos viajeros portugueses. Eran personas muy buenas que ayudaron a nuestros amigos a volver a casa sanos y salvos.
El señor Weldon recibió en San Francisco un telegrama de su esposa que le llenó de sorpresa. Quince días más tarde, ¡los náufragos llegaron a California!
Nuestros amigos: el primo Benedicto, Hércules, la señora Weldon, el pequeño Jack y el joven capitán Dick, estaban felices, pero también se preguntaban: ¿qué pasó con Tom y sus compañeros?
Dick Sand comenzó una investigación para encontrar a sus amigos. Mandó a varios viajeros a buscarlos hasta que un día, uno de los enviados descubrió que Tom y sus amigos habían sido vendidos en la isla de Madagascar, donde ya no iba a haber esclavos gracias a una ley.
El señor Weldon usó mucho dinero para llevar a esos buenos hombres a California. En poco tiempo Tom y sus amigos llegaron a casa del señor Weldon.
Ese día se hizo una fiesta para celebrar que todo salió muy bien. Pero entre todos, al que más le agradecieron por todo, fue a Dick Sand, aquel capitán de quince años.
FIN