El príncipe y el mendigo página 6

A Tom no le importó que esas personas fueran o no criminales. ¡No iba a permitir que los mataran!

—¡Tráiganlos aquí! —dijo.

Al hacerle muchas preguntas al hombre, se dio cuenta que en verdad era inocente. Las personas que estaban ahí, decían en voz baja:

—¡Pero qué inteligente es! ¡No está loco, es un sabio! ¡Que viva el rey Eduardo!

Cuando le tocó juzgar a las mujeres, le explicaron que estaban acusadas de hacer brujerías.

—¡Provocaron una tormenta! —dijo el acusador.

Tom llamó a la mujer y le dijo:

—Si haces una tormenta ahora, no importa si es grande o pequeña, quedarás libre.

—Señor, si pudiera, lo haría. Yo no tengo ese poder. Soy inocente de todos los cargos.

—Me parece que esta mujer ha dicho la verdad. Si ella pudiera hacer llover, entonces estaríamos dentro de una tormenta y así se habría salvado. La mujer y la niña quedaron, también, en libertad.

Miles Hendon corrió de inmediato hacia el puente. ¡No logró ver a nuestro querido rey! Juan Canty y él ya estaban muy lejos.

—Ahora me llamo Juan Hobbs y tú te llamarás Jack —le dijo Canty al rey.

Luego lo llevó a una taberna, donde había muchos ladrones. Entre ellos se contaban los crímenes que habían cometido. Uno de ellos dijo:

—Yo era esclavo, pero me escapé, ¡me van a ahorcar!

—Nadie te hará eso, porque a partir de ahora, esa ley ya no existe —dijo el reyecito.

—¿Y tú quién eres? —preguntó el criminal mientras reía.

—Eduardo, rey de Inglaterra.

Estas palabras hicieron que todos en la taberna se burlaran de él. Luego le aventaron comida y algunos lo empujaron.

—¿Así es como me agradecen el favor que acabo de hacerles? —dijo el reyecito.

—No le hagan caso, es mi hijo y se ha vuelto loco. Antes se creía príncipe y ahora se siente el rey —dijo Canty.

—Lo soy. Y tú, mientras caminábamos me confesaste un crimen, así que pasarás el resto de tus días en un calabozo.

El jefe de la banda de ladrones se levantó y dijo:

—No amenaces a tus compañeros, muchacho. Si estás loco y piensas que eres rey, está bien, pero no se lo digas a nadie. ¡Eso es traición! Nosotros somos malos en cosas de poca importancia, pero queremos a nuestro rey. Fíjate si digo la verdad. Ahora, gritemos todos juntos: ¡Viva Eduardo, rey de Inglaterra!

—¡Viva Eduardo, rey de Inglaterra!

El reyecito se sintió contento y dijo:

—Gracias, mi buen pueblo.

Todos rieron de nuevo. El líder hizo que se callaran y le dijo:

—No vuelvas a decir esas cosas. No está bien. Mejor elige otro título.

Alguien gritó desde lejos:

—¡Fufú I, el rey de los bobos!

El título fue un éxito de inmediato. Así que cargaron al reyecito, le pusieron una corona hecha con lata, y como cetro, le dieron una cuchara. Luego todos se tiraron al piso mientras decían:

—Sé bueno con nosotros. ¡Que viva Fufú I, el rey de los bobos!

Después de mucho reír, todos se quedaron dormidos. El reyecito fue amarrado para que no se escapara. Al despertar, los ladrones fueron a buscar algo para robar, pero no encontraron nada. Todos estaban sentados, cuando de pronto pasaron muchas personas. El reyecito escapó escondido entre ellas y se fue caminando sin saber hacia dónde ir. Por fin encontró un granero donde había unas mantas. Con ellas se hizo una cama. No le importó que olieran a caballo.

En la noche, sintió algo cerca de él. No podía ver nada, pero sabía que estaba ahí. Estiró un poco la mano pero no tocó nada. Lo intentó tres veces más, y a la cuarta, descubrió algo suave y caliente. ¡Le dio mucho miedo! Siguió buscando y encontró una cuerda. Subió más la mano y por fin entendió: ¡Era una ternera! Le dio mucha pena haberse asustado tanto por un pequeño animal. Luego se acurrucó junto a ella, la tapó con su manta y volvió a dormir.

Cuando el reyecito se despertó, ¡vio que una rata había dormido con él! No le dio miedo, al contrario, el animal huyó cuando lo sintió moverse. Entonces, nuestro héroe escuchó voces de niños. De pronto se abrió la puerta del granero y entraron dos niñas y lo vieron.

—Tiene una cara muy bonita —dijo una de ellas.

—Y un cabello precioso —dijo la otra—, pero está muy mal vestido.

—¿Quién eres, muchacho? —preguntó la primera.

—Soy el rey —contestó éste—. El rey de Inglaterra.

—¿Lo has oído, Margarita? Dice que es el rey. ¿Será cierto?

—No tendría por qué mentir.

¡Por fin alguien le creía al rey! Entonces pensó: “cuando regrese a mi palacio, haré leyes para que los niños siempre sean felices, porque ellos son honestos y buenos”.

La madre de la niña pensaba que el reyecito ocultaba un secreto, pero lo trató con amabilidad. La mujer le pidió que hiciera la comida, pero el monarca la quemó. Después le dijo que lavara los trastes, y lo hizo muy mal. Y así, le dio muchas tareas, pero no sabía realizar ninguna. Luego le pidió que le llevara agua. De pronto, cuando estaba cerca del río, vio a Juan Canty, así que tuvo que dejarlo todo y salir corriendo.

Se metió al bosque, ¡No se veía casi nada de tan oscuro! No sabía dónde estaba y la noche ya iba a caer. ¡Imagina lo feliz que se puso cuando vio una luz! Se acercó a ella con mucho cuidado. Salía de la ventana de una pequeña cabaña casi destruida. Se asomó y vio algunas ollas. También un libro abierto. Al fondo estaba un anciano orando. “Un santo ermitaño”, pensó el rey.

Si era un ermitaño, era muy bueno para él, porque estos hombres se dedican a pensar cosas bellas y ayudar a las personas. El monarca llamó a la puerta.

—¿Quién eres? —preguntó el ermitaño.

—Soy el rey —dijo el muchacho.

—¡Bienvenido, rey! —exclamó el ermitaño con entusiasmo—. Es usted el mejor rey que he visto, porque viste con ropa vieja para dedicar su vida al bien de los demás. ¡Qué bueno que ya se dio cuenta que la corona y el oro no sirven para nada! Pero dígame, si es el rey, ¿Enrique ha muerto?

—Así es. Yo soy su hijo.

—¿Sabe que su padre nos dejó sin casas y comida?

El reyecito ya no contestó. Estaba tan cansado que se quedó dormido. El ermitaño se puso a afilar un cuchillo y luego amarró al joven de pies y manos. Cuando despertó, no pudo moverse.

—¡Eres el hijo de Enrique VIII!

El muchacho hizo todo lo que pudo para liberarse. Luego comenzó a llorar porque tenía mucho miedo. El anciano se hincó frente a él con el cuchillo en la mano, cuando se escucharon voces afuera de la cabaña. ¡Era Miles Hendon! Su amigo que lo salvó afuera del Ayuntamiento.

Lo malo fue que el anciano ocultó al rey y le dijo a Hendon que ya no estaba ahí. Mientras eso sucedía, ¡entró Canty a la cabaña!

“Entre un anciano loco que me quiere matar y el horrible padre de Tom, prefiero al segundo”, pensó el reyecito.