El hombre invisible página 4

El desconocido se descubre

El forastero entró al salón a las cinco y media de la mañana y se quedó ahí, completamente a oscuras, hasta las doce del mediodía. Nadie se atrevió a molestarlo de nuevo.

No debió comer nada durante ese tiempo. Hizo sonar su campanilla, con la que llamaba a la señora Hall, pero nadie fue a atenderlo.

Poco a poco fueron llegando los rumores del robo al vicario y la gente comenzó a sospechar de él. El señor Hall fue a pedir consejos al magistrado, mientras más y más gente se unía en el piso de abajo de la fonda. Ahí escuchaban cómo en el salón se rompían papeles y cristales. Después de un tiempo el forastero abrió la puerta y se quedó mirando a las personas que todavía estaban ahí.

—¿Señora Hall? —preguntó.

Y alguien corrió para avisarle.

Ella apareció en un instante, con la respiración alterada y todavía muy enojada. Ella había pensado sobre todo lo que había pasado y fue a verlo con una bandeja que tenía adentro la cuenta sin pagar.

—¿Desea la cuenta, señor?

—¿Por qué no ha mandado mi desayuno y mi comida? ¿Por qué no contesta mis llamados? ¿Cree que puedo vivir sin comer?

—Porque no me ha pagado —contestó la mujer.

—Ya le dije que hace tres días que espero un envío.

La señora Hall le contestó que no le daría comida hasta que le pagara, a lo que el hombre contestó con insultos. El forastero, desesperado, le pidió que le diera de comer.

—No tiene dinero —le dijo la señora Hall.

—Tal vez todavía me quede algo en el bolsillo.

—Usted me dijo que ya no tenía nada.

—Así es, pero he encontrado algunas monedas…

—Me gustaría saber de dónde las ha sacado —contestó la señora Hall.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el hombre muy enojado.

—Eso, que me gustaría saber de dónde las ha sacado. Y antes de traerle comida, tiene que decirme algunas cosas que yo no entiendo y que nadie entiende. Quiero saber qué le ha estado haciendo a la silla de allá arriba, y por qué su habitación estaba vacía y cómo pudo entrar de nuevo. Los que se quedan en mi casa entran por las puertas, es una regla de la posada y usted no las ha cumplido. Además quiero saber…

De repente el forastero levantó la mano enguantada, dio un pisotón en el suelo y gritó: “Basta”, con tanta fuerza, que la señora Hall se quedó callada.

—Usted no entiende —comenzó a decir el forastero— ni qué soy ni quién soy, ¿verdad? Pues voy a enseñárselo, vaya que voy a hacerlo.

En ese momento se tapó la cara con la palma de la mano y luego la apartó. El centro de su rostro se convirtió en un agujero negro.

—Tome —le dijo a la señora Hall que estaba impresionada por lo que veía. Después, cuando vio lo que le había dado, dio un grito y lo soltó. Era la nariz del forastero.

Después se quitó las gafas. Mientras todos los veían rápidamente se quitó el sombrero y los vendajes.

—¡Dios mío! —gritó alguien, a la vez que se le caían al suelo las vendas.

Aquello era lo peor de lo peor. La señora Hall estaba tan espantada que corrió a la puerta de la posada. Todos huyeron detrás de ella. Habían esperado cicatrices o un rostro horrible, pero ¡no había nada!

La gente que estaba afuera vio como la señora Hall se cayó al correr y al señor Henfrey saltar para no pisarla. Después oyeron terribles gritos y a personas aventándose unas a otras.

En muy poco tiempo ya había una multitud afuera de la posada. Uno de ellos gritó:

—¡Un fantasma!

Algunos decían que el forastero se le había aventado con un cuchillo, otros que no tenía cabeza, otros más que sólo era un mago que había hecho un truco. Afuera de la posada ya había una multitud.

Un pequeño grupo se decidió a entrar, eran el señor Hall, el jefe de la policía, el señor Huxter y el astuto señor Wadgers. Cuando entraron, alcanzaron a ver en la oscuridad a un hombre sin cabeza con un pedazo de pan mordido en una mano y un queso en la otra.

—¿Qué quieren aquí? —dijo una voz que surgía del cuello de la figura con un tono de enojo.

—Es usted un tipo bastante raro —dijo el jefe de la policía—, pero sin cabeza o con ella, lo voy a arrestar.

—¡A mí no se me acerque! —dijo la figura.

El forastero y el policía comenzaron a pelear. En un momento se tropezaron con una silla y se cayeron. El señor Hall trató de sujetarlo de los pies, pero recibió una patada. En algún momento se cayeron algunas botellas al piso y el desconocido se rindió.

—No vale la pena —dijo, como si estuviera llorando.

El jefe de la policía sacó sus esposas, pero se dio cuenta que no podía ponérselas porque no veía sus manos. El señor Huxter trató de tocarlo para ver si era real y puso su mano encima del cuello del abrigo.

—Le voy a agradecer que no meta sus dedos en mis ojos —dijo el forastero.

—Con que usted es invisible, ¿no? —dijo Huxter—. Nunca había oído hablar de algo parecido.

—Quizá les parezca extraño, pero ser invisible no es un crimen. No tenían por qué atacarme de esa manera.

—Yo no vengo a arrestarlo porque sea invisible, sino por robo. Traigo una orden de arresto por una casa que fue robada.

—¿Yo qué tengo que ver con eso?

—Que las circunstancias señalan…

—Deje de decir tonterías —contestó el hombre invisible.

El policía le explicó que tenía que cumplir sus órdenes. El forastero aceptó acompañarlo pero sólo si no le ponía esposas.

De repente la figura se sentó y, sin que nadie se diera cuenta, se desvistió casi por completo, sólo le quedaba la camisa.

—Que alguien lo detenga —dijo el jefe de la policía al darse cuenta que sin ropa nadie podría verlo.

La camisa, que parecía volar, daba golpes por todos lados mientras trataban de sujetarla.

—¡Que alguien cierre la puerta! No lo dejen escapar —gritaba todo el mundo.

Eso se había convertido en un campo de batalla. El jefe de policía tenía rota la nariz y el señor Henfrey estaba sangrando de la oreja.

—¡Ya lo tengo! —gritó el alguacil, que tenía la cara roja y luchaba contra un enemigo que no podía ver.