—¿Hay alguien herido? —preguntó el Corsario.
—Los que dispararon no eran filibusteros, así que no tienen buena puntería —dijo Wan Stiller.
Corrieron hacia los árboles y subieron a una colina para poder ver con claridad a sus enemigos. ¡Estaban muertos de cansancio!
—Es la segunda vez que se me escapa de las manos —dijo el Corsario.
—Lo peor es que ahora él puede atraparnos —dijo Carmaux.
—El Olonés vendrá a ayudarnos —contestó el Corsario.
De inmediato, los tres valientes se pusieron a trabajar. Tenían que defenderse. Colocaron piedras y ramas para hacer una barrera. Luego los dos marineros bajaron por comida. Después de un rato, cuando estaban desayunando, escucharon un cañonazo. Los españoles estaban tratando de atacarlos, pero la bala dio muy abajo.
—Nosotros también podemos usar cañones, mi capitán —dijo Carmaux—. Les aventaremos estas enormes piedras.
—Así lo haremos cuando llegue el momento —dijo el Corsario.
Los españoles empezaron a subir la colina, pero pronto fueron rechazados por una terrible avalancha de grandes rocas.
Aunque el Corsario y sus amigos lograron salvarse de ese ataque, sabían que en la noche los españoles serían demasiados. No podrían ganar. Por eso decidieron escapar y robar un bote.
Capítulo 8
A las once de la noche, los filibusteros tomaron sus armas y comida. Con mucho silencio abandonaron su fuerte. Se movían como reptiles para no hacer ningún ruido. Mientras bajaban, escucharon a dos soldados platicar. Como no vieron a los filibusteros, éstos bajaron ya con mucha calma.
Llegaron hasta la playa, tomaron una balsa y se alejaron de ahí con rapidez. De pronto se escuchó el ruido dos disparos. ¡Los españoles se dieron cuenta de su huida! Los enemigos lanzaron al agua botes mayores que eran más rápidos. Uno de ellos estaba a punto de alcanzarlos.
—¡Ríndanse o los hundo! —gritó un español.
—¡Los hombres de mar no se rinden! —gritó el Corsario.
Los filibusteros dispararon. Su puntería era muy buena, así que acabaron con varios enemigos.
—¡Fuego! —ordenó una voz española.
Como estaban muy cerca, el cañonazo le dio a la balsa. ¡Muy pronto se iba a hundir! Por eso los filibusteros se aventaron al agua. Los españoles habrían podido dispararles ahí, pero tenían la orden de llevarlos vivos. Varios botes los rodearon, los subieron a bordo, les quitaron sus armas y los amarraron.
El Corsario Negro se sorprendió mucho cuando vio en el barco al Conde de Lerma, al que le salvó la vida en la aventura con el notario.
—¡Usted… Conde!
—Yo, caballero.
—Jamás hubiera creído que se le olvidara lo que hice por usted.
—¿Qué le hace pensar que es así? Debo decirle que este barco es mío, y la tripulación sólo me hace caso a mí.
En ese momento bajó un hombre de barba blanca y hombros anchos. Era muy fuerte para tener sesenta años. Llevaba una hermosa espada en el cinto.
—Caballero, la suerte está de mi lado. Juré acabar con usted y así lo haré —dijo el gobernador Wan Guld.
—Pues hágalo de una vez —contestó el Corsario.
—Ya estoy cansado de esta lucha —dijo el gobernador—. Si lo dejara libre, ¿qué haría usted?
—Volvería para vengar a mis hermanos.
—Entonces no me deja otra salida que terminar con su vida.
—Está bien, pero en poco tiempo el Olonés me vengará.
—Que venga ese Olonés —dijo el gobernador—. Ahora, lleven a estos prisioneros a la bodega.
El Conde de Lerma se acercó al gobernador y le dijo:
—Yo le recomiendo que no le haga nada a ese hombre. Recuerde que hay rumores de que su hija fue raptada por los filibusteros. Podría cambiarlo por ella.
—No, señor. Pagaré el rescate de mi hija con dinero. Ahora, vamos hacia Gibraltar.
El Conde dio la orden de dirigirse hacia allá, pero el barco todavía no estaba listo para partir. Cuando por fin lo hizo, iba muy lento. Luego fue a platicar con el piloto, pero nadie supo qué le dijo.