—¡Pobre niña! Tienes miedo. Tu alma te hace dudar. Bueno, me quedaré con ella. No conocí la felicidad en este mundo, ya no importa si tampoco la tengo en el otro.
—¡Démela! —gritó Kokua—. Aquí tiene su dinero. ¿Cree que soy una mala persona?
—Que Dios te bendiga, hija mía —dijo el anciano.
Kokua ocultó la botella bajo su ropa, se despidió del anciano y caminó sin saber hacia dónde iba. No le importaba, porque todos los caminos la llevarían al infierno. Estaba desesperada. Corría, se tiraba al suelo, gritaba. ¡Tenía mucho miedo!
Poco antes del amanecer logró calmarse. Entró a su casa. Keawe dormía como un niño, como ya pronosticó el anciano.
—Ahora, esposo mío, te toca dormir a ti. Cuando despiertes podrás cantar y reír.
Al día siguiente se despertó Keawe y le dio la buena noticia. Estaba tan feliz que no se daba cuenta de la tristeza de Kokua. Keawe comió muy bien, y Kokua no logró probar un bocado. Ella estaba en silencio mientras su esposo conversaba de todos los temas.
Keawe le agradecía todo el tiempo a su esposa por salvarlo. Le acariciaba la cara y el cabello, le daba grandes abrazos y besos. Luego, Keawe comenzó a reírse del viejo por ser tan tonto como para comprar la botella.
—Parecía un anciano respetable —dijo Keawe—. Pero no se puede juzgar por las apariencias. Sí, de seguro era un tonto.
—Esposo mío —contestó Keawe—. A lo mejor su intención era buena.
Keawe se echó a reír, pero burlándose.
—¡Nada de eso! —gritó—. Un viejo extraño, eso es lo que era. Ya era bien difícil vender la botella por cuatro céntimos. ¡por tres será imposible! Aunque es cierto que yo la compré por un centavo cuando no sabía que había monedas con menos valor. Pero es absurdo hacer algo así. Nunca aparecerá otro que lo haga.
—¿No te parece horrible que para la salvación de una persona, se necesita que otra vaya infierno? Yo no podría tomarlo a broma como lo estás haciendo. Mejor reza por el nuevo dueño de la botella.
Keawe se enfadó más al ver que las palabras de su esposa eran ciertas.
—¡Tonterías! —exclamó Keawe—. Puedes estar triste si así lo quieres. Pero creo que no estás siendo una buena esposa, debería darte vergüenza.
Luego salió y Kokua se quedó sola.
¿Ella podría vender la botella en dos céntimos? Kokua sabía que no lo iba a lograr. Además, ya pronto regresarían a un país donde no había ninguna moneda de menor valor. Estaba tan triste que ni siquiera intentó aprovechar el tiempo que todavía le quedaba. Sólo se quedó en casa. A veces veía la botella y otras la escondía porque no podía estar cerca de ella.
Después de muchas horas, Keawe regresó y la invitó a dar un paseo en coche.
—Estoy enferma, esposo mío —dijo ella—. No tengo ganas de hacer nada. Perdóname.
Esto hizo que Keawe se enfadara más con ella. Él creía que le preocupaba el futuro del anciano. Además, se daba cuenta que estaba mal ser feliz, y eso lo ponía más molesto con su esposa.
—¡Tu esposo acaba de salvarse de ir al infierno a ti no te importa! —le dijo Keawe y luego se marchó.
Keawe se encontró con unos criminales. Como estaba muy enojado, quiso ir a divertirse con ellos. Uno de ellos le dijo:
—Tú que siempre andas diciendo que tienes una botella mágica, trae dinero para que nos podamos divertir.
—Yo no tengo dinero, mi mujer es la que lo guarda.
—Ésa no es una buena idea. Deberías tenerlo tú —le dijo el mal amigo.
“¿Y si me está engañando de alguna manera?”, pensó Keawe. “Tal vez no me quiere y por eso no está contenta por mi liberación”.
Keawe quería sorprenderla en algo malo. Por eso entró con mucho cuidado a su casa para que no lo escuchara y miró adentro.
Kokua estaba sentada en el suelo con una lámpara a su lado. Delante de ella había una botella de color lechoso. Keawe se quedó mucho tiempo mirando. Al principio no comprendía nada. Pensó que la venta no había sido válida y que la botella había regresado sola, como le había pasado en San Francisco. Luego se le ocurrió otra idea.
“Tengo que asegurarme de esto”, pensó.
Luego cerró la puerta con cuidado, dio la vuelta a la casa y entró de nuevo haciendo mucho ruido, como si acabara de llegar. Al abrir la puerta principal, ya no vio la botella, ¡Kokua la había escondido!
—He estado con unos amigos y vengo por dinero para divertirme más —dijo Keawe molesto.
—Haces bien en gastar tu dinero —respondió Kokua.
—Ya lo sé —dijo Keawe, yendo al baúl donde guardaba el dinero y donde antes escondía la botella, pero ésta no estaba ahí.
“Es lo que me temía” pensó Keawe muy triste. “Es ella la que compró la botella”.
—Kokua, esta mañana me enojé contigo pero no debí hacerlo. Ahora voy a divertirme de nuevo, pero lo disfrutaré más si me perdonas antes de salir.
Unos momentos después su esposa lo estaba abrazando emocionada.
—Sólo quería escuchar algo lindo de tu parte —dijo ella.
Keawe sólo tomó unos céntimos. Sabía que si su esposa había dado el alma por salvarlo, él tenía que dar la suya por ella. No podía pensar en otra cosa.
En la esquina, lo esperaba su amigo, quien era una muy mala persona.