Cuentos de animales para niños página 3

Sentóse el doncel en el jardín y se puso a cavilar sobre el modo de cumplir aquel mandato. Pero no se le ocurría nada, y se puso muy triste al pensar que a la mañana siguiente sería conducido al patíbulo. Pero cuando los primeros rayos del sol iluminaron el jardín… ¡Qué era aquello que veía! Los diez sacos estaban completamente llenos y bien alineados, sin que faltase un grano de mijo.

Por la noche había acudido el rey de las hormigas con sus miles y miles de súbditos, y los agradecidos animalitos habían recogido el mijo con gran diligencia y lo habían depositado en los sacos.

Bajó la princesa en persona al jardín y pudo ver con asombro que el joven había salido con bien de la prueba. Pero su corazón orgulloso no estaba aplacado aún y dijo:

—Aunque haya realizado los dos trabajos, no será mi esposo hasta que me traiga una manzana del Árbol de la Vida.

El pretendiente ignoraba dónde crecía aquel árbol. Púsose en camino, dispuesto a no detenerse mientras lo sostuviesen las piernas, aunque no abrigaba esperanza alguna de encontrar lo que buscaba.

Cuando hubo recorrido ya tres reinos, un atardecer llegó a un bosque y se tendió a dormir debajo de un árbol; de súbito, oyó un rumor entre las ramas, al tiempo que una manzana de oro le caía en la mano. Un instante después bajaron volando tres cuervos que, posándose sobre sus rodillas, le dijeron:

—Somos aquellos cuervos pequeños que salvaste de morir de hambre. Cuando, ya crecidos, supimos que andabas en busca de la manzana de oro, cruzamos el mar volando y llegamos hasta el confín del mundo, donde crece el Árbol de la Vida, para traerte la fruta.

Loco de contento, reemprendió el mozo el camino de regreso para llevar la manzana de oro a la princesa, la cual no puso ya más dilaciones. Partiéronse la manzana de la vida y se la comieron juntos. Entonces encendióse en el corazón de la doncella un gran amor por su prometido, y vivieron felices hasta una edad muy avanzada.

El pescador y su mujer

Érase una vez un pescador que vivía con su mujer en una mísera choza, a poca distancia del mar. El hombre salía todos los días a pescar, y pesca que pescarás.

Un día estaba sentado, como de costumbre, sosteniendo la caña y contemplando el agua límpida, aguarda que te aguarda.

He aquí que se hundió el anzuelo, muy al fondo, muy al fondo, y cuando el hombre lo sacó, extrajo un hermoso rodaballo. Dijo entonces el pez al pescador:

—Oye pescador, déjame vivir, hazme el favor; en realidad, yo no soy un rodaballo, sino un príncipe encantado. ¿Qué sacarás con matarme? Mi carne poco vale; devuélveme al agua y deja que siga nadando.

—Bueno —dijo el hombre—, no tienes por qué gastar tantas palabras. ¡A un rodaballo que sabe hablar, vaya si lo soltaré! ¡No faltaba más!

Y así diciendo, restituyólo al agua diáfana; el rodaballo se apresuró a descender al fondo, dejando una larga estela de sangre, y el pescador se volvió a la cabaña, donde lo esperaba su mujer.

—Marido —dijo ella al verlo entrar—, ¿no has pescado nada?

—No —respondió el hombre—; cogí un rodaballo, pero como me dijo que era un príncipe encantado, lo he vuelto a soltar.

—¿Y no le pediste nada? —replicó ella.

—No —dijo el marido—; ¿qué iba a pedirle?

—¡Ay! —exclamó la mujer—. Tan pesado como es vivir siempre en este asco de choza; a lo menos podías haberle pedido una casita. Anda, vuelve al mar y llámalo; díle que nos gustaría tener una casita; seguro que nos la dará.

—¡Bah! —replicó el hombre—. ¿Y ahora he de volver allí?

—No seas así, hombre —insistió ella—. Puesto que lo pescaste y lo volviste a soltar, claro que lo hará. ¡Anda, no te hagas rogar!

Al hombre le hacía maldita la gracia, pero tampoco quería contrariar a su mujer, y volvió a la playa.

Al llegar a la orilla, el agua ya no estaba tan límpida como antes, sino verde y amarillenta.

El pescador se acercó al agua y dijo:

«Solín solar, solín solar,

pececito del mar.

Belita, la mi esposa,

quiere pedirte una cosa.»

Acudió el rodaballo y dijo:

—Bien, ¿qué quiere?

—Pues mira —contestó el hombre—, puesto que te cogí hace un rato, dice mi mujer que debía haberte pedido algo. Está cansada de vivir en la choza y le gustaría tener una casita.

—Vuélvete a casa —dijo el pez—, que ya la tiene.

Marchóse el pescador y ya no encontró a su mujer en la mísera choza; en su lugar se levantaba una casita, frente a cuya puerta estaba ella sentada en un banco. Cogiendo al marido de la mano, le dijo:

—Entra. ¿Ves? Esto está mucho mejor.

Efectivamente, en la casita había un pequeño patio y una deliciosa sala, y dormitorios, cada uno con su cama, y cocina y despensa, todo muy bien provisto y dispuesto, con toda una batería de estaño y de latón, sin faltar nada. Y detrás había un corral, con gallinas y patos, y un huertecito plantado de hortalizas y árboles frutales.

—Míralo —dijo la mujer—, ¿verdad que es bonito?

—Cierto —asintió el marido—, y así lo dejaremos; ¡ahora sí que viviremos contentos!

—¡Será cosa de pensarlo! —replicó ella.

Y cenaron y se fueron a acostar.

Transcurrieron un par de semanas, y un día dijo la mujer:

—Oye, marido; bien mirado, esta casita nos viene un poco estrecha, y el corral y el jardín son demasiado pequeños; el rodaballo podía habernos regalado una casa mayor. Me gustaría vivir en un gran palacio, todo de piedra. Anda, ve a buscar al pez y pídele un palacio.

—¡Pero, mujer! —exclamó el pescador—. Ya es bastante buena esta casita. ¿Para qué queremos vivir en un palacio?

—No seas así —insistió ella—. Ve a ver al rodaballo; a él no le cuesta nada.

—¡Qué no, mujer! —protestaba el hombre—; el pez nos ha dado ya la casita; no puedo volver ahora, que a lo mejor se enfada.

—Te digo que vayas —porfió ella—; puede hacerlo y lo hará gustoso; tú ve, no seas terco.

Al hombre le venía aquello muy cuesta arriba, y se resistía. «No es de razón», decíase; pero acabó por ir.

Al llegar al mar, el agua tenía un color violado y azul oscuro, sucio y espeso; no era ya verde y amarillenta como la vez anterior; de todos modos, su superficie estaba tranquila.

El pescador se acercó al agua y dijo: